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Las investigaciones sociológicas de la religión muestran una evidencia aplastante de que la tendencia que más crece es la de creyentes sin afiliación religiosa, de personas que construyen en forma personal y sin vínculo con las instituciones sus propias preferencias religiosas, mezclando elementos de diversas tradiciones (sincretismo) y con el foco puesto en las vivencias, en las experiencias subjetivas y especialmente en los resultados terapéuticos: “me hace sentir bien”.
La tendencia es una religiosidad a la carta articulada de acuerdo con las necesidades y preferencias del consumidor. A su vez el modelo de vida consumista centrado en la inmediatez y con un trasfondo cultural nihilista y materialista, con una visión plana de la realidad, no ha dejado espacio para preguntas trascendentales y reduce las experiencias espirituales a gratificaciones subjetivas y meramente emocionales con los ojos puestos en el bienestar y la eficacia.
Las grandes preguntas metafísicas por los interrogantes últimos, entre ellos sobre la misma existencia de Dios, no interesan, no son un problema, sencillamente no está en el horizonte cultural. En el contexto actual las verdades religiosas encuentran espacio como experiencias subjetivas con un valor meramente pragmático, o reducidas a una ética, o a una experiencia estética, donde no es imposible distinguir verdad y falsedad, ni siquiera interesa planteárselo. Lo que importa es la utilidad de la religión para la calidad de vida, pero Dios es algo que incluso puede no aparecer.
Un factor de la actual crisis cultural y religiosa es la atrofia de la memoria, un olvido de la historia de las tradiciones, una ruptura que deja sin raíces ni referencias desde donde comprender el presente. En la vida religiosa las tradiciones son fundamentales para la transmisión de la fe y si se las corta de raíz la religión se vuelve etérea y superficial.
Pero para comprender muchas de las tendencias sociales en torno a la religión, se necesita un análisis más profundo sobre lo que ha sucedido con el problema filosófico de la existencia de Dios y sus atributos. Independientemente de cómo las personas cambien sus formas de creer y de elegir sus itinerarios espirituales, la misma idea de Dios está sufriendo una metamorfosis radical en la cultura occidental, evidenciando que la crisis es más profunda de lo que suele pensarse.
Escribía ya en 1935 el filósofo español Xavier Zubiri que el problema de Dios para muchos no es ya un problema, ni siquiera se lo plantean e intuía ya en la primera mitad del siglo XX que el ateísmo que crecía no sería un ateísmo combativo de la religión, sino un ateísmo de prescindencia, totalmente indiferente a la pregunta por la existencia de Dios.
El desencanto postmoderno conduce a muchos a la indiferencia y el repliegue sobre sí mismos y a otros a una búsqueda desenfrenada de nuevas experiencias. El individualista contemporáneo tiende a la pasividad, a la autosatisfacción y si busca un itinerario espiritual, siempre estará al servicio de los propios deseos individuales.
El teólogo alemán Peter Hünermann escribió en los años noventa que Dios se había convertido en un extraño en su propia casa, en la nuestra. Dios se ha vuelto una realidad extraña, ajena a la vida, distante, incluso inexistente. Dios tal como lo concibe la tradición judeocristiana, como un ser personal, resulta cada vez más irrelevante y sin ningún interés, una reliquia. No así la religión y las búsquedas espirituales, que no decrecen. La crisis de la cultura occidental y sus paradigmas dominantes también puso en crisis la concepción de lo divino, especialmente la idea de un Dios personal.
Salvo por los deísmos del siglo XVII y XVIII es algo bastante inusual esta separación que se da en la actualidad entre religión y Dios. Y hasta se ha invertido el orden de prioridades, porque hasta no hace mucho se creía en Dios, pero sin las religiones: “Dios sí, religiones no”; en cambio ahora se predica una religión sin Dios, donde cobra mayor primacía la experiencia interior e individual antes que cualquier forma comunitaria o social de la religiosidad y sin preocupación por la verdad de las creencias, porque lo que interesa es que sean útiles para los intereses de quien realice cualquier opción de fe.
En ambientes de profunda secularización, donde predomina una visión supuestamente “laica” y donde se esperaría un alejamiento de lo religioso, paradójicamente emergen con mucha fuerza incontables sucedáneos de la religión cargados de pensamiento mágico y supersticiones de todo tipo, entremezclados con lenguaje pseudocientífico y elementos esotéricos. Allí donde hay un fuerte rechazo a la tradición judeocristiana o a cualquier forma de teísmo filosófico, proliferan sin ninguna crítica propuestas astrológicas, espiritistas, gnósticas y esotéricas.
El crecimiento de corrientes gnósticas, con una imagen de lo divino impersonal, camina de la mano con el individualismo exacerbado de nuestro tiempo. Las formas gnósticas de religiosidad se concentran en el autoconocimiento y la interioridad, rechazando cualquier forma de compromiso social. No es casualidad que los movimientos gnósticos siempre surgieron en épocas de fuertes crisis sociales donde se vive una gran desorientación existencial y donde las religiones “oficiales” no orientan ya la vida de las sociedades en las que están.
Cuando se habla de Dios en la actualidad quedan muy lejos las imágenes cristianas de lo divino y han sido sustituidas por diversas formas de panteísmo donde se habla de Dios como una “energía” o como si fuera lo mismo que “el Universo”, al que incluso se le piden favores.
En América Latina cada vez son menos los católicos “nominales”, los que “se dicen” católicos. Los católicos comprometidos con su fe siempre han sido una minoría, pero la novedad es que van desapareciendo los que se sentían parte de la Iglesia, aunque no estuvieran comprometidos con esa fe. El catolicismo sufre un grave proceso de “exculturación”, donde su lenguaje, su doctrina y sus valores son cada vez más extraños para la mayor parte de la población.
La gran tentación del catolicismo es seguir hablando para los convencidos, ad intra, cuando su mayor desafío es poder anunciar el evangelio en una nueva cultura que no cuenta con los supuestos de la cristiandad. En este camino es clave la escucha y comprensión de la cultura contemporánea y aceptar la situación de minoría cultural cada vez más extendida en países que fueron tradicionalmente católicos.
¿Cómo hablar de Dios si nadie pregunta por él? En una sociedad donde cada vez hay menos preguntas que abran a la búsqueda de Dios, el creyente antes que dar respuestas a preguntas que nadie tiene, ha de ser un provocador de preguntas, un evocador del misterio en medio de un mundo indiferente a la cuestión de Dios. A su vez, en una cultura donde las vivencias tienen un gran peso por encima del discurso, solo quien pueda dar cuenta de una experiencia transformadora en su vida podrá ser escuchado cuando quiera hablar de vida espiritual.
Bibliografía para profundizar:
Duch, Lluis. (2012). La religión en el siglo XXI. Madrid: Siruela.
Lenoir, Frédéric. (2003). Las metamorfosis de Dios: la nueva espiritualidad occidental. Madrid: Alianza.