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Tras el anuncio de la retirada definitiva de las tropas estadounidenses de Afganistán, los talibanes se han apresurado en recuperar posiciones a lo largo de todo el país.
El pasado 15 de agosto, el grupo terrorista se hizo con Kabul y tomó las instituciones decretando el “fin de la guerra” y el establecimiento de su régimen. Las escenas de afganos agolpados en las entidades bancarias para retirar sus ahorros para huir y las de familias huyendo con casi lo puesto, que se suben a los aviones como pueden temiendo por sus vidas, aunque predecibles no dejan de ser dantescas.
Es lo que suele suceder cuando toma el poder un grupo terrorista que se cree con legitimidad superior para imponerse sobre la libertad, la propiedad y la vida de todos los demás.
Desde la comodidad del mundo occidental, siguen existiendo trasnochados atascados en querer atisbar un segundo vietnam para Estados Unidos, una oportunidad para combatir el imperialismo yanqui; y así miran a otro lado mientras los integristas talibanes arrebatan de forma flagrante los derechos humanos de la población y, en especial, a las mujeres por el hecho de serlo. Nada nuevo. Ya se miró a otro lado hace 90 años cuando el Holodomor de Stalin.
Pero sin la venda ideológica que deforma y ahorma la realidad a los encajes del mundo preconfigurado por la ideología, los datos económicos hablan por si solos.
En 19 años, desde la intervención de EEUU en Afganistán, el PIB del país se ha multiplicado por 6, de acuerdo con los datos del Banco Mundial (2 749 Millones $ en 2001 a los 16 861 Millones de $ en 2020), lo que se corresponde con un promedio de crecimiento de más de un 10% anual.
En términos de bienestar, la renta per cápita se ha multiplicado por 4 (de 127$ en 2001 a 524$) durante ese periodo y la población se ha prácticamente duplicado, de 22 a 39 millones de afganos. Por otra parte, la el Estudio sobre las Condiciones de Vida en Afganistán, realizado la Organización Central de Estadísticas de Afganistán, pone de manifiesto la desigualdad económica con un aumento del nivel de pobreza en 17 puntos, hasta alcanzar el 55%, desde el 2011 al 2016.
El problema es que el mantenimiento de resultados que converjan a los de un país desarrollado deben sustentarse en una gran premisa: la paz y la estabilidad política de la zona.
Los temores ante lo que podía desatarse con la retirada de tropas y los envites de los talibanes llevó al Fondo Monetaria Internacional advertía que sin estabilidad la violencia volvería a campar arrebatando vidas, provocando crisis migratoria y salida de capitales, generando un derrumbe de la economía.
Además, este escenario debería bloquear los fondos comprometidos con el proceso de paz para las instituciones del gobierno afgano durante el periodo 2021-2025, un montante de unos 12 mil millones de dólares es absolutamente crucial para la economía del país. Se espera que esa reducción sea suplida por los talibanes con los ingresos de la ruta del opio, lo que conllevará la corrupción e inseguridad asociada al mercado de la droga. De todo esto no se puede esperar que Afganistán vaya en la senda de mejorar sus instituciones para el bienestar de su población. Antes bien, se prevé un desastre económico que no nos puede pillar por sorpresa.
Pero además es absurdo pensar que estos efectos económicos se van a circunscribir únicamente al país afgano. Si algo hemos aprendido con la pandemia es que en un mundo globalizado los efectos en cualquier parte del mundo nos afectan a escala mundial.
Es tan ingenuo pensar que una crisis medioambiental solo va a afectar al país que la sufre como pretender que el efecto económico del ascenso de los talibanes vaya a ser marginal en el mundo global y que es algo que sólo a los afganos compete. Parece que a base de vendas en los ojos cuesta aprender.