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La caída comenzó el 22 de mayo de 1521 cuando los capitanes del ejército de Cortés, Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid, salieron de la vecina ciudad de Texcoco hacia el lugar que los aztecas denominaban Chapultepec para obstruir el acueducto que surtía de agua limpia a la gran Tenochtitlán.
A partir de esos días de mayo comenzó el sitio emplazado por los españoles para hacer rendir a los defensores de Tenochtitlán, encabezados por el último huey tlatoani (literalmente “Gran dueño de la palabra” o “Gran orador”, que podría ser entendido como Rey o Emperador en términos occidentales) Cuauhtémoc (cuyo nombre quiere decir “Águila que cae”).
Al salir Alvarado, De Olid y Sandoval hacía México-Tenochtitlán, Cortés también se embarcó (recuérdese que la capital de los mexica o aztecas estaba en medio de un enorme lago) para dirigir el sitio la ofensiva final. Fue una lucha enormemente sangrienta, trágica, llena de heroísmo y de traiciones.
Así la describe el historiador Jaime Montell en su libro La caída de México-Tenochtitlán (Joaquín Mortíz, 2003):
“La furiosa y desesperada defensa de los mexica colocarán al largo sitio entre los más cruentos y trágicos de la historia, una Masada mexicana, semejando una de las obras de los dramaturgos griegos en la que la ubris (el orgullo desmesurado) produce una Némesis (venganza de los dioses) y que por la riqueza y el colorido de las acciones particulares de muchos de los participantes, habría podido, en boca de Homero, convertirse en una Ilíada de América”.
Múltiples fueron los intentos de los españoles, junto con su aliados (los tlaxcaltecas, los de Xochimilco, los otomíes, los acolhuas y los chalcas, principalmente) por llegar al corazón de la ciudad, al Templo Mayor. Pero fueron rechazados una y otra vez. Lo mismo sucedió cuando intentaron llegar por el lado de Tlatelolco y el Tepeyac. Y el 30 de junio de 1521 propinaron una derrota a los españoles que parecía ser la derrota definitiva.
Una vez rehechos los españoles y sus aliados, curadas sus heridas y repuestas flota, artillería y caballería, el jueves 25 de julio de 1521, al amparo del apóstol Santiago, Hernán Cortés ordenó la que iba a ser la ofensiva final. Ese mismo día lograron penetrar, con gran mortandad de los aztecas, hasta el Templo Mayor y, dominando la ciudad, destruyeron los altares de sus ídolos y elevaron una gran lumbre que fue recibida con llanto por los que quedaban vivos.
Con siete de ocho partes de la hermosa ciudad (era una maravilla de arquitectura, hidráulica, traza y esplendor, al grado que el cronista-soldado Bernal Díaz del Castillo dejó escrito que al verla por primera vez creyeron que era cosa de encantamiento) estaban en manos de los españoles. Cortés creyó que la rendición de los pobladores y los ejércitos de Cuauhtémoc era un hecho. Todavía por varios días los combates fueron encarnizados.
Cuauhtémoc había emplazado a Cortés el día 11 de agosto a tener un diálogo de paz. Ni el 11 ni el 12 se hizo presente, lo que motivó la ira del capitán extremeño y mandó a los aliados a acabar con todos los guerreros aztecas (las mujeres y los niños, muchos, habían muerto de hambre, de sed, de enfermedades). Cuauhtémoc trató de escapar en una piragua, pero el bergantín comandado por Garcí Holguín lo alcanzó y lo tomó preso.
Preso Cuauhtémoc, fue llevado ante Cortés a quien le pidió que, habiendo hecho todo lo que podía haber hecho por su gente, tomara el puñal que el español traía en su cinto y lo matara. Cortés no lo hizo, y los que lo acompañaban, tras la dura batalla, se dedicaron al saqueo indiscriminado de lo que quedaba de la gran Tenochtitlán.
“Así, preso este señor, luego de este punto cesó la guerra, la cual plugo a Dios Nuestro Señor dar conclusión martes, día de San Hipólito, que fueron 13 de agosto de 1521 años”, escribió Cortés al emperador Carlos V. Bernal Díaz refiere en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España que ese martes 13 cayó sobre la ciudad herida de muerte “mucho más agua que otras veces”, acompañada de relámpagos y truenos ensordecedores.
En palabras de Montell: “Habían transcurrido dos años y medios desde la llegada de Cortés y sus hombres a las costas mexicanas, y casi veintinueve años desde que el almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, pisara por primera vez las tierras del Nuevo Mundo”.
En la poética azteca quedó grabado este canto triste llamado, más tarde, “La visión de los vencidos”:
Y todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero
ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos . . .
Comimos la carne apenas,
sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne,
de allí la arrebataban,
en el fuego mismo, la comían.
Se nos puso precio.
Precio del joven, del sacerdote,
del niño y de la doncella.
Basta: de un pobre era el precio
sólo dos puñados de maíz,
sólo diez tortas de mosco;
sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa.
Oro, jades, mantas ricas,
plumajes de quetzal,
todo eso que es precioso,
en nada fue estimado . . .