San Pedro Crisólogo es santo y doctor de la Iglesia. Un sabio. Y sus homilías eran tan famosas que lo comenzaron a llamar "Crisólogo", que significa "palabra de oro". Dicen que era dulce y convencía.
Muchas personas se convirtieron gracias a que los discursos eran sencillos y como diríamos ahora "customizados", hechos "a la medida" para que el mensaje evangélico pudiera llegar a quien tenía delante.
Era obispo de Rávena y conocía bien a su público. Por eso les ponía ejemplos de la vida de la corte imperial, o de los soldados, o de los marineros, o de la gente del campo.
Esto es un signo de humildad: usar los dones que uno ha recibido no para lucirse egoístamente sino para servir a Dios.
Las homilías de san Pedro Crisólogo se aplican perfectamente a la vida de hoy. Para hacer oración con las palabras del Padrenuestro, uno de sus sermones, el 67, desgrana frase a frase su contenido. Es oración de la oración. Dice así:
Su texto sobre el Padrenuestro
Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe;
escuchad ahora la oración dominical.
Cristo nos enseñó a rezar brevemente,
porque desea concedernos enseguida lo que
pedimos. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él
mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha
adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?
Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración
al cielo y turbación a la tierra. Supera tanto las fuerzas
humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo
callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.
¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que
nos dé el cielo?, ¿que se una a nuestra carne o que nos
introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿que asuma Él la
muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca
en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos
suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga
herederos suyos, coherederos de su único Hijo?
Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo,
el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a
la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente
lo que sucede. Pero como el tema de hoy no se refiere al que
enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que
debemos tratar.
Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua,
proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia
sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre
desea ser amado y no temido.
Padre nuestro, que estás en el cielo. Cuando digas esto no
pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar
determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que
tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde
a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no
se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las
virtudes divinas.
Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos
también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y
por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El
nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras
acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de
Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).
Venga a nosotros tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que,
reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que
podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el
pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo
tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios perezca el demonio,
desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera
la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida
eterna.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Este es
el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la
Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los
hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es
todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas
las cosas (1 Cor 15, 28).
Danos hoy nuestro pan de cada día. Quien se dio a
nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos
hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y
su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la
humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos?
Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el
pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice:
no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda
pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre
celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del
cielo. “Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo” (Jn 6, 41). Él
es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne,
confeccionado en la pasión y puesto en los altares para
suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.
Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si tú, hombre, no puedes
vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú
siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser
perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y
piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.
Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida
misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación
la vida del hombre (Job 7, I ). Pidamos, pues, que no nos
abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos
guíe con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida
con moderación celestial.
Y Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien
procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si
no, no podremos gozar del bien.