En las parroquias es tiempo de primeras comuniones. Familiares de la chiquillería de catequesis, que se ha preparado más o menos bien para recibir la Eucaristía, llenan nuestras iglesias.
Muchos de ellos hace tiempo que no participan en una misa, y para algunos incluso es la primera vez que lo hacen.
Hacen jaleo fácilmente si no se les llama la atención, y están más pendientes de las fotos y de los trajes que no de lo que se dice o de lo que se hace.
Y en medio de una incapacidad generalizada para captar la profundidad de los signos, repetimos una vez más lo que Jesús hizo en la última cena, cuando, partiendo el pan y compartiendo la copa de vino, quiso hacer entender a sus discípulos que Él había venido al mundo no para imponerse ni para condenar, sino para darse El mismo a fin de que todos tuviéramos vida en abundancia.
Los cristianos, a pesar de las distintas explicaciones que podemos dar de ello según la teología sacramental de nuestras respectivas Iglesias, consideramos el pan y el vino consagrados durante la liturgia eucarística "el cuerpo y la sangre de Cristo".
La tradición católica, desde la baja edad media, ha subrayado insistentemente la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas.
Sin embargo, viendo el poco recogimiento interior y las prisas que a menudo acompañan el momento de la comunión de los mismos católicos practicantes, un observador externo podría llegar a la conclusión de que no nos lo acabamos de creer del todo, esto de que Cristo Resucitado se hace realmente presente para nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía.
La fiesta del Corpus nos invita a contemplar y a asumir más conscientemente la realidad del sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
Jesús no nos da y no nos deja primordialmente una doctrina. Se da Él mismo totalmente. Se da en el cuerpo. Nos da su cuerpo.
No son buenas intenciones. Es un don de todo Él en la materialidad de su cuerpo, para que nuestro cuerpo pueda acoger el Espíritu del cual todo su cuerpo está lleno.
Y convertirnos así también nosotros, juntos como comunidad unida en su nombre y también cada uno de nosotros, en manifestación real de la presencia de Dios en el mundo, cuerpo de Cristo que continúa dándose a la humanidad de hoy.
Creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y compartir el pan que Él mismo continúa consagrando para nosotros, comporta entre otras cosas comprometernos para la transformación de la realidad.
No simplemente proponiendo proyectos o luchando por causas nobles, sino sobre todo dejándonos transformar interiormente por Aquel que nos visita.
De manera que nosotros mismos, convertidos en portadores en nuestro cuerpo de su Espíritu renovador, podamos realmente ser agentes de transformación positiva del mundo desde su interior.
La Eucaristía no se puede reducir a una devoción católica más. En la consagración y en la comunión de las especies eucarísticas se concentra, simbólicamente pero a la vez realmente, el núcleo de la fe cristiana: Dios en la persona de Jesús ha entrado plenamente en la historia humana para quedarse. Y mostrarse como Amor que se da y se acoge:
Solo si nos amamos realmente los unos a los otros somos creíbles como cristianos. Porque Jesús es el Hijo amado por el Padre; y así como el Padre lo ha enviado a Él, también Él nos envía a nosotros (cf. Juan 20,21).
Por la Eucaristía nos une a Él y entre nosotros, nos introduce en el corazón del Padre, nos comunica el Espíritu Santo y nos envía a manifestar y potenciar en todas partes esta dinámica trinitaria de amor que todo lo renueva.