La Santísima Trinidad muestra la comunión en Dios. Esa armonía entre el Padre que me ama con misericordia, Jesús que camina a mi lado para que no tema y ese Espíritu que saca lo mejor que hay en mi corazón.
Es la comunión a la que estoy llamado. Una armonía que me cuesta vivir en mi corazón roto. En el que quisiera que todo estuviera unido.
Pero no es así. Y por eso me cuesta tanto construir la comunión a mi alrededor. Porque en mi vida no hay unidad.
No quiero que el odio me divida, ni la envidia, ni los celos, ni el egoísmo. Todos mis pecados me dividen y aíslan. Me separan de mi hermano y me hacen desear su mal.
La comunión de la Trinidad que es familia se convierte en un ideal para mi vida. Quiero vivir esa comunión que sólo se puede comprender como un don bajado del cielo.
Dios me puede dar lo que yo solo no sé construir.
Un corazón en paz es el que puede pacificar. Y un corazón unido es el que puede unir y gestar familia. Un corazón lleno del Espíritu de comunión que se me regala.
El Espíritu santo penetra mi alma y me hace hijo, niño dócil. Niño humilde y sencillo. Pequeño y necesitado. Un niño que no despierta envidia ni odio.
No compito con ese niño pequeño que no puede hacerme sombra. La humildad del niño alegre y confiado es la que me salva.
Tengo claro que el Espíritu no me convierte en todopoderoso. No me vuelve invencible e infalible. No me hace poseer todos los conocimientos y verdades.
El Espíritu Santo me hace ser niño. Me vuelvo pequeño para entrar por esa puerta pequeña del cielo que está hecha para los niños.
El Espíritu obra el milagro en mi interior y me vuelve filial. No me vuelve orgulloso ni vanidoso.
No me hace pensar que no voy a tener problemas en mi vida cuando lo posea en plenitud. Ni me quita el miedo ante esos desafíos demasiado grandes a los que me enfrento.
No resuelve todos los problemas ni me hace pensar que nada malo va a pasarme. Ese milagro no lo consigue, pero sí logra otras cosas en mi interior.
El Espíritu Santo me da valor y fuerza para lanzarme por encima de la cornisa y volar sin que el miedo me paralice. Me da fe en mí mismo. Y me permite creer en todo lo que puedo llegar a hacer.
Me alegra pensar que ni en la derrota ni en la victoria Jesús no me va a dejar.
El Espíritu Santo lo que hace es ensanchar mi alma para que ame más y hace más vasta mi mirada para que llegue más lejos en un horizonte infinito.
Un corazón grande es lo que necesito, aunque sufra más. Cuando más amo más sufro, lo sé.
El Espíritu Santo me hace hijo, niño y me enseña a pedir lo que más me conviene, aunque nunca lo sabré bien del todo.
Me pongo en las manos de Dios y confío en su poder inmenso. El Espíritu Santo me da paz para entender que no todo está perdido y nada está ganado hasta que llegue al cielo.
Me revela que Dios va conmigo e ilumina mis pasos. Comenta el papa Francisco:
El Espíritu Santo me sostiene, me salva en las dificultades. Me levanta y me lleva a aceptar la vida tal y como viene.
No comprendo todas las cosas que suceden. Ni entiendo el sentido de lo incomprensible. No pretendo comprenderlo todo porque no tienen sentido muchas cosas.
Pero por el Espíritu Santo creo que Dios está detrás de todo conduciendo mi vida con amor:
Esa esperanza me la da el Espíritu Santo. Él me regala la paz de saber que mi vida le pertenece a Dios por entero.
Y no tengo derecho a nada, ni a la vida, ni al amor, ni a la salud. Todo es don. Con actitud de hijo agradecido miro a mi alrededor y confío. Dios me sostiene en la fuerza de su Espíritu.