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A menudo no veo frutos detrás de mi actuar. No veo la fecundidad que deseo. ¿Seré un sarmiento despegado de la vid? Hoy leo:
Dar fruto y ser de Cristo. Es la gloria de Dios. Su alegría perfecta es que yo esté con Cristo. Que le pertenezca. Decía Benedicto XVI:
Quiero ser un hombre tocado en lo más profundo por Dios, por su amor. Sólo así se hará Dios presente en medio de los hombres.
Esa responsabilidad me conmueve, ser discípulo de Cristo siempre. No dejar de serlo en los momentos difíciles. O en esos momentos en los que la vida me sonríe y me olvido de Él.
Me cuesta que quiera Dios que dé fruto. Me estreso pensando en mi poca fecundidad. ¿De qué me habla Jesús?
He cosificado la fecundidad. Soy fecundo si me siguen, si me escuchan, si se convierten con mis palabras y obras. Soy fecundo si logro muchos éxitos.
Pero Dios no me habla de esa fecundidad. Él puede sacar hijos de debajo de las piedras.
Se me olvida que los frutos son suyos, no son míos. Leía algo sobre la verdadera fecundidad:
Sólo si soy una persona vinculada daré frutos. Pero no por hacerlo todo bien, sino simplemente por poner mi vida como ofrenda y entregarme por amor a los demás.
Lazos hondos y verdaderos. Lazos que rompen las distancias y las barreras.
No tengo miedo a amar aunque pierda la vida en el intento. Merece la pena el sacrificio por amor.
Quizás pierdo la comodidad y la seguridad de mis muros que me protegen. El amor me expone al riesgo. Y pierdo lo que me da tranquilidad.
Ese amor hondo y radical es el que me construye por dentro. Quiero amar desde el corazón de Dios, con sus sentimientos, con su verdad.
Permanezco unido a la vida, a la comunidad, a la Iglesia. Fuera de esos vínculos no doy fruto.
¿Cuál es el fruto que doy? Me lo recuerda el padre José Kentenich:
Los vínculos hondos y fuertes me darán más sufrimiento y me acercarán más a Dios. Y mi vida será más fecunda cuanto más ame.
No son frutos de obras exitosas. No es la fecundidad que me pide el mundo.
Que logre muchas cosas y consiga éxito en todo lo que emprendo. Que obtenga beneficio en las tareas que inicio.
No es esa fecundidad del mundo la que Dios me da. No es la que espera de mí. Son frutos que no veo la mayoría de las veces.
Frutos que brotan en mi interior sin que yo los toque. Frutos que dan vida a otros. Una vida que no es mía y viene de Dios.
Un Espíritu del que no me apropio porque no me pertenece. Igual que no retengo la vida que viene de la vid.
No me apodero del Espíritu Santo que me vivifica. Lo entrego tal como lo recibo. Soy cauce de un agua que no es de mi propiedad.
Soy ventana abierta que deja pasar la luz y la brisa de Dios. No retengo lo que no es mío. No me guardo lo que otros me dan.
Simplemente permanezco fiel al pie de una cruz de la que brota la vida. La cruz siempre es fecunda. Yo sólo abro los ojos, los labios y mis manos dejando pasar su poder.