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Si algo faltaba en la tormenta perfecta que azota Haití desde, por lo menos, once años atrás, cuando sucedió el terremoto de enero de 2010, ahora los matones que pululan en sus calles han decidido ir en contra de los únicos grupos que pueden apoyar a la población civil: los grupos religiosos.
Jovenal Moïse, el enigmático e huidizo presidente haitiano, ha decidido que la razón le asiste y no se va a ir del poder hasta 2022, cuando todas las fuerzas políticas y la mayor parte de las fuerzas civiles de Haití han demostrado que su mandato ya terminó en febrero de este año.
En política “el vacío lo llena el diablo”, y en Haití lo ha llenado la acción criminal de bandas de secuestradores que, a partir del domingo 11 de abril, decidieron abrir un nuevo campo de batalla: esta vez con la Iglesia católica, tras secuestrar a cinco sacerdotes católicos, dos de ellos franceses, dos monjas y tres laicos.
No conformes con este múltiple secuestro, los secuestradores exigen un millón de dólares para dejar en libertad a los sacerdotes franceses Evens Joseph y Michel Briand, a los padres haitianos Jean Nicaisse Milien, Joël Thomas y Hugues Baptiste y a las religiosas Anne Marie Dorcélus y Agnès Bordeau.
Desde luego, no es la primera vez que secuestran o extorsionan en Haití a un miembro de la Iglesia católica; sin embargo, nunca se había producido un secuestro de esta naturaleza con diez personas involucradas (hay informes que dan cuenta que podrían ser más).
El contexto pone de relieve el modo de operación de estas bandas, que toman rehenes indiscriminadamente, aprovechando las circunstancias políticas de constante rebelión callejera, así como la falta de solidez y de vigilancia de las fuerzas policiacas, a menudo coludidas con los propios bandidos.
En efecto, entre los secuestrados de camino a Croix-des-Bouquets se encuentran tres miembros de la familia del padre Arnel Joseph, quien iba a tomar posesión de la parroquia de esa localidad y había invitado a la fiesta litúrgica a sus familiares: su madre, Oxane Dorcélus; su hermana, Lovely Joseph, y su padrino, Welder Joly.
Los secuestradores y otros grupos que se dedican al pillaje en este pequeño país de diez millones de habitantes, suelen poner como justificación la pobreza extrema en la que viven ellos y sus familias. De hecho, 7 de cada 10 haitianos viven bajo el umbral de pobreza extrema, pero eso no es patente para realizar actos criminales. Lo hacen así porque gozan de la más absoluta impunidad.
Desde el 21 y hasta el 23 de abril la Conferencia de Obispos Católicos de Haití junto con la Conferencia de Religiosos han pedido el cierre de todas las escuelas y universidades católicas del pequeño país caribeño, como medida de protesta y de presión para lograr la liberación de los secuestrados.
También han decidido no cerrar las actividades de sanidad y de asistencia de la Iglesia católica y de los demás grupos religiosos puesto que son, prácticamente, los únicos centros de atención que tiene la población para atenderse y para enfrentar la pandemia del coronavirus y otros padecimientos.
"Los secuestradores no escuchan la voz de la razón. Diez días en manos de los secuestradores son demasiados. Vemos con pesar la falta de un cambio en la situación de nuestros hermanos y hermanas que están en manos de los bandidos", dice el comunicado de los obispos católicos y la conferencia de religiosos.
Se había dicho, falsamente, que ya habían sido liberados. Pero han sido solo rumores, desmentidos por los medios religiosos de la localidad. El Gobierno permanece ausente de estas circunstancias. La suerte de diez personas, entre ellas la madre del sacerdote Arnel Joseph, sigue en el aire.