La vida puede cambiar en un momento. Jesús me busca en el camino, cuando yo me alejo y pretendo olvidarme de todo.
Cuando la vida parece perdida, Él viene para recordarme que merece la pena vivir con un sentido.
Y yo entonces creo y sueño. Y todo comienza de nuevo.
Porque a Jesús le importo yo con mis penas y debilidades. Le importa mi vida que es pequeña. Le importan mis sueños y decepciones. Le importa lo que vivo y lo que espero.
Y por eso recorre ese camino a ninguna parte. Ese camino de la lucha entre el olvido y el recuerdo.
Yo olvidándolo todo, Él queriendo hacer memoria.
A los discípulos de Emaús les bastó recordar la manera que tenía Jesús de partir el pan para que todo cambiara.
Ellos se aferran a ese único recuerdo como a la cuerda lanzada desde el cielo para rescatarlos de la muerte. El recuerdo es más fuerte que el olvido.
Quizás olvidaron todo lo demás. Olvidaron sus sueños y las promesas de plenitud. Olvidaron las razones que los llevaron a dejar un día su tierra de Emaús.
Olvidaron que la muerte no podía ser la última palabra. La pena, el dolor, el miedo son más fuertes en el alma. Y olvidaron la alegría ese día en el que regresaban a Emaús.
A veces se introduce el desánimo en el alma. Como una niebla que aniquila la esperanza.
Me olvido de lo bueno y recuerdo solo lo malo. La falta de ilusión me turba por dentro y dejo de confiar en el futuro.
Por eso es tan importante mi actitud interior. Decía el tenista Rafa Nadal:
Debo luchar contra los pensamientos que bullen en el corazón.
Los que me hacen creer que ya está todo logrado y me llevan a relajarme y echarlo todo a perder.
Y los que se quedan prendidos de los errores cometidos, como si ya no hubiera esperanza.
Los discípulos de Emaús creyeron ese día en lo imposible y todo cambió de golpe gracias a aquel peregrino desconocido.
Menos mal que no rechazaron hablar con él de cualquier cosa, que no evitaron su compañía. Menos mal que lo invitaron a cenar con ellos cuando él hizo ademán de seguir adelante.
Así es en la vida. Hay momentos en los que se juega mi futuro. Son oportunidades que se aprovechan o pasan de largo dejándome vacío.
De mí depende, de mi actitud interior, de mi mirada que busca la verdad, de mi capacidad para rearmarme e iniciar un nuevo camino. Decía Soren Kierkegaard:
Ellos ese día le contaron a Jesús lo que habían vivido. Recorrieron su historia buscando un sentido.
Y fue Jesús el que dio luz a su pasado. Con su palabra suave y firme los llamó torpes para entender y los animó a comprender el sentido de su camino. Y ellos vieron iluminada su historia con Jesús.
Eso me pasa a mí a veces. Me pongo a mirar mi historia y me enredo. Me centro en los agujeros negros, en mis heridas y errores y no avanzo.
Necesito recorrer con mi pena el camino de Emaús. Y esperar a que Jesús ilumine mis pasos, la historia vivida, los días ya sin vida.
Necesito que sus palabras traten de hacerme comprender el porqué de lo vivido. El sentido de mis amarguras y penas. También de mis alegrías y logros.
Y entonces su luz como una fuente llena de agua pura me calma por dentro.
Entonces arde mi corazón al pensar que todo lo que he pasado tiene una razón y merece la pena alabar a Dios y agradecer.
Porque gracias a mis sombras es más visible su luz. Y gracias a las penas sufridas es más honda la alegría.
Y entonces su palabra se hace vida en mi pecho y me alegro. Y en ese momento ya estoy preparado para dejar que parta el pan en mi mesa.
Lo hace siempre en la Eucaristía. Lo hace cuando vengo al final del día cansado y me dice que quiere comer conmigo. Para que se alegre mi alma y sonría.
Me gusta volver a Emaús cada tarde, cuando anochece. Invito a Jesús a cenar conmigo. Él me recuerda con paciencia, como si fuera un niño, lo que vale mi vida.
Me recuerda que ha estado Él conmigo cada día, a mi lado sosteniendo mi vida. Me dice que no tenga miedo, que todo va a salir bien.
Y me da fuerzas para caminar más lejos, siempre más lejos, confiando.