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Harari: Poca ciencia y prejuicio con las religiones

YUVAL NOAH HARARI, HOMO DEUS
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Miguel Pastorino - publicado el 09/04/21
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Tiene el mérito de divulgar temas complejos de historia y ciencia, pero presenta sus propios prejuicios como si fueran evidencias irrefutables

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En los últimos años las obras del historiador Yuval Noah Harari se han vuelto best sellers, comentadas y recomendadas por líderes políticos y “famosos”, como si estuvieran ante la mente más brillante del siglo XXI.

Esto lo ha vuelto un autor de moda, independientemente de la calidad de sus contenidos.

En sus obras Sapiens: De animales a dioses y Homo Deus, ofrece al lector una síntesis de la historia y de la ciencia desde los comienzos de la humanidad hasta nuestros días.

Incluso proyecta el futuro previsible dominado por la inteligencia artificial y el transhumanismo.

Tiene el mérito de escribir muy bien, con gran claridad y de divulgar temas complejos de diversas disciplinas para acercarlas al lector no especializado.

La otra cara de una obra con tal poder de síntesis y con un pretendido fundamento científico que no tiene, es que su caricatura de la historia se lea como un relato incuestionable de la historia universal.

Sus conclusiones son coherentes con los supuestos y prejuicios de los que parte y su razonamiento es lógico y convincente.

Pero su error está en presentar como evidente lo que no lo es, como hechos del pasado lo que él imagina que pudo haber sido, con una gran carga de prejuicios, errores históricos y teorías cuestionadas como si fueran verdades demostradas.

El estilo de Harari no es de debate, ni busca polemizar, sino con fina ironía y elegancia trata de ingenuos e ignorantes a quienes no comparten sus puntos de partida, que por cierto no son para nada científicos y están cargados de prejuicios que no puede fundamentar.

En cuestiones de historia de las religiones es donde se inventa su propia novela, cargada de prejuicios antirreligiosos.

Muestra o una gran ignorancia en el tema o un sesgo tan radical que no le permite matizar algunas afirmaciones que parecen tomadas de novelas de ficción y no de un historiador que investiga con seriedad.

Afirma que el monoteísmo ha tendido a ser mucho más fanático y violento que los politeístas.

Y aunque es ya un lugar común de opinión, no es la verdad de la historia de la diversidad de las religiones.

Como tampoco que todos los politeísmos evolucionaron a religiones monoteístas. Ni siquiera son politeístas las religiones que él identifica como tales.

El hinduísmo desde sus orígenes tiene diversidad de posturas metafísicas (monismo, monismo moderado y dualismo), cuyas manifestaciones religiosas aunque parezcan politeístas son panteístas o monoteístas implícitamente.

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No todas las religiones han sido ni son iguales, ni creen del mismo modo. Incluso hay religiones sin mitos, sin dioses y sin dogmas.

Dentro del cristianismo, del judaísmo y del islam existieron y existen diversas posturas teológicas sobre infinidad de temas como para afirmar que todos piensan en el fondo del mismo modo.

Harari presenta todas sus tesis de forma dogmática, sin fundamentar demasiado. Con un gran convencimiento, pero como si todo eso fuera fruto de la aplastante evidencia científica y no su postura ideológica personal.

La verdad histórica es que el fanatismo irracional y la intolerancia que ha perseguido a científicos e intelectuales que piensan en libertad ha existido tanto en los estados confesionales (católicos o protestantes), como en la Francia revolucionaria, el fascismo, el nazismo y el comunismo.

La violencia en nombre de una verdad incuestionable no es monopolio de la religión y ha sido más devastadora en el siglo XX que en otras épocas. 

Su perspectiva materialista y atea atraviesa toda la obra. Pero no como un discurso filosófico, sino como si ese modo de pensar fuera la consecuencia obvia de atender a los hechos. Como si por atender las evidencias científicas uno concluyera que tiene que creer en su visión filosófica de la realidad.

Es decir, su metafísica inconfesada y presentada como ciencia es de una gran desprolijidad filosófica.

Llega a decir que “desde un punto de vista puramente científico, la vida humana no tiene en absoluto ningún sentido”.

Pero esto no es una conclusión a la que la ciencia pueda llegar, es una postura filosófica.

Y el punto de partida de que no hay sentido ni propósito en la vida es tan dogmático como afirmar que sí lo hay.

Por eso sigue siendo un problema filosófico y no una cuestión resuelta por la biología.

Su alergia explícita a las religiones no le permite reconocer cuanto aportaron científicos judíos, cristianos y musulmanes al desarrollo de la ciencia.

Como si no hubieran existido y estuvieran siempre aferrados a dogmas que no les permiten evolucionar, perdidos en fantasías religiosas.

Eso se le puede perdonar a alguien que no sabe historia de las religiones ni historia de la ciencia.

Pero quien se presenta como experto en historia medieval no puede permitirse tal brutalidad.

En Homo Deus se pregunta el autor:

No debería ignorar la incontable cantidad de científicos que provienen de comunidades religiosas desde la antigüedad.

Pero sin ir a buscar a cristianos como Galileo, Newton, Copérnico, Mendel, Lavoisier, Steno, Faraday, Volta, Ampere, Herz, Maxwell y Marconi, entre cientos.

Es en el mismo siglo XX que un sacerdote belga, Georges Lemaître no sólo fue el primero en proponer la hipótesis del Big Bang, sino que también descubrió el desvío al rojo de la luz que llega de las galaxias y la consiguiente expansión del universo (dos años antes que Edwin Hubble).

La lista sería interminable.

Pero no se puede durante toda una obra macrohistórica, sistemáticamente poner a las religiones como la fuente del oscurantismo y el fanatismo contrario a la ciencia, si no es por puro prejuicio positivista, ignorando completamente la historia de la filosofía y de las religiones.

En temas científicos presenta teorías discutibles e hipótesis sin demostración empírica, como si fueran verdades reveladas por la ciencia e irrefutables.

No distingue entre lo que realmente está demostrado y lo que son teorías especulativas que ni siquiera son aceptadas por la mayor parte de los científicos.

Repite devotamente la “memética” de Richard Dawkins, no compartida por la mayoría de los biólogos, así como hipótesis neurocientíficas muy cuestionables desde la neurociencia y la filosofía de la mente contemporánea.

También saca sus propias conclusiones de experimentos que cita, como los del prestigioso neurocientífico Benjamín Libet sobre “el libre albedrío”, para decir que la libertad es una ilusión mental, cuando en realidad confunde la libertad con el “acto voluntario”.

El propio Libet no llega finalmente a las conclusiones de Harari, sino a seguir manteniendo que la libertad, aunque condicionada, mantiene su “capacidad de veto”.

Desde la antigüedad se sabe que la intención puede no ser libre y que muchas veces no lo es. Hay tendencias naturales que dan inicio a muchas de nuestras elecciones.

No hay duda de que hay actos involuntarios, así como también hay ilusiones de libertad, como en tantas otras cosas.

Pero no es serio confundir la correlación entre lo que sucede en el cerebro con lo que acontece en la conciencia, como si todo fuera de orden causal. 

Sin embargo Harari da el salto de ficción naturalista de querer reducir la libertad a una ilusión que se inventa el cerebro.

Sus conclusiones no dan cuenta de las investigaciones contemporáneas sobre el libre albedrío, ni sobre la conciencia, sino que usa la información que le sirve para confirmar sus fantasías.

Creo que en gran parte su éxito se debe a lo que tiene de genialidad su trabajo, lo bien que escribe y por la simplificación que hace de muchos temas complejos.

No obstante, es muy cuestionable su visión reduccionista del ser humano, de la historia y de las religiones, especialmente si son leídas sus tesis con ingenua devoción.

Más que divulgación de historia y ciencia, lo que hace es presentar sus propios prejuicios como si fueran evidencias irrefutables.

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