La tentación de no ver la mano de Dios en algunos momentos -especialmente los difíciles- nos aborda con frecuencia a los padres de familia. Cuando los hijos se vuelven adolescentes estos se vuelve cada vez más común.
Lo que ocurre con hijos adolescentes
Para muchos, la adolescencia pasa como una suave brisa, pero, cuando chocas de frente con una "adolescencia bravía", tienes la sensación de estar dentro de una ciclogénesis explosiva que afecta, desordena y desequilibra las vidas de todas las personas circundantes:
- Se percibe un aumento de los decibelios de la casa con gritos, portazos, o cualquier otro gesto que demuestre autoafirmación.
- Ese mismo niño, que prefería jugar en el salón en lugar de hacerlo en su habitación para no estar solo, ahora cumple una cadena perpetua autoimpuesta entre las paredes de su cuarto.
- Ese ambiente agradable, con sabor a buen humor y positivismo, que tanto costó conseguir y que por fin envolvía al hogar, es saboteado por el mal humor que acompaña a las hormonas.
- La confianza ciega en su madre que ese pequeño demostraba con los ojos, las sonrisas y los abrazos, han pasado a ser de una dudosa credibilidad.
- La desilusión, preocupación y sensación de estado de alarma pueden desgastar la relación de los padres entre sí, anulando cualquier posibilidad de romanticismo.
Todos estos detalles pueden verse aderezados de pequeñas o grandes tragedias, consecuencias de malas decisiones o malos comportamientos, que muchas veces consiguen desanimar definitivamente a los padres: un botellón con resultado de borrachera , un noviazgo inconveniente, malas amistades, mentiras, descenso de las notas, etc.
¿Dios contaba con esos hijos adolescentes?
¿De verdad que Dios no miraba para otro lado cuando creó la adolescencia? Para responder a esa pregunta, te compartimos una anécdota.
Una feligresa se desahogaba con su director espiritual de las últimas fechorías que había cometido su hijo adolescente. El adolescente en cuestión se había portado francamente mal. El sacerdote, después de escuchar tranquilamente, le contestó con firmeza: "¡Qué maravilla!".
La feligresa, muy sorprendida, le resumió lo que antes le había explicado detenidamente, por si el sacerdote no le había entendido. Pero éste, sonriendo, repitió: "¡Qué maravilla!". Ella, atónita, pensaba para sí, "¿qué maravilla?", mientras dudaba de la salud mental y auditiva de su interlocutor. Entonces, el sacerdote repitió de nuevo: "¡Qué maravilla!". Pero esta vez añadió: "¡Cómo te pone de rodillas ese hijo tuyo!"
Los padres tenemos la necesidad de rezar
Sentimos la necesidad de rezar cuando nos reconocemos pequeños, incapaces, cuando ya no "controlamos" la situación. "No controlamos", entre comillas, porque, hasta ese momento, muchos podíamos pensar que controlábamos, que éramos capaces de prever los acontecimientos.
Dos movimientos nuevos
La adolescencia de los hijos suele abrir la caja de Pandora que desvela la verdad: lo poco que podemos controlar en nuestras vidas y, mucho menos, en las de ellos. Y, entonces, nos toca practicar dos acciones:
1. El que tanto maravilló al sacerdote: ponernos de rodillas. Pedir a Dios por nuestros hijos, siguiendo el ejemplo de Santa Mónica.
2. Cerrar los ojos y dejarnos caer en los brazos de Dios, confiar en Él. Sabiendo que no hay una sola lágrima, ni siquiera esa que se cae, sin espectadores, en la encimera de la cocina, que Dios haya obviado nunca.
Así que, en el Cielo, alguien más que el sabio sacerdote del principio, estará pensando, "¡Qué maravilla!", cada vez que la adolescencia ponga a los padres de rodillas. Y, solo desde esa perspectiva, comprenderemos que Dios no jugaba a los dados cuando creó la adolescencia: Dios contaba con ella para sacar adelante su plan.