¿Qué es lo que alegraba a Jesús? Me gusta haber celebrado un domingo de la alegría en medio de la Cuaresma. Vestirme de rosa dejando a un lado el morado. Establecer que este domingo ya era de alegría porque se vislumbra a lo lejos la luz en medio de la oscuridad.
Se prevé un final feliz aunque todo indica que eso no va a ser humanamente posible. Porque todo lo que precede a la Pascua definitiva está rodeado de oscuridad y miedos en la vida de Jesús.
Las amenazas de muerte, las intrigas, las palabras de denuncia dichas en voz baja. El miedo de la traición. La humana imprudencia de ese Jesús que era profeta y no pensaba callar y dejar pasar la oportunidad de anunciar la vida.
Me he vestido en este domingo con colores alegres para representar que estoy feliz. ¿Dónde he puesto la razón de mi felicidad? Me lo pregunto cada día, cada vez que la pierdo y vivo triste y sin esperanza.
Me lo vuelvo a preguntar cuando me encuentro amargado sin un motivo aparente. Como si nada tuviera sentido. Esa tristeza extraña que penetra el alma. ¿Se parece en algo a la tristeza de Jesús en Getsemaní antes de recibir el consuelo de los ángeles?
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¿Dónde he puesto mi felicidad?
Tal vez mi tristeza es propia de mi inmadurez. O quizás es que me aferro a mi presente con una fuerza sobrehumana. Como si quisiera absorber cada segundo de vida. Como si pretendiera quedarme con los segundos perdidos y grabados en el alma.
Y entonces las amenazas me inquietan. Temo perder la vida, mi tierra, mis posesiones, mis planes. Temo perderlo todo y dejar de ser rico en mi interior. Temo la vida y la muerte. El juicio de los hombres y la soledad. Lo temo todo.
Quizás por eso es tan importante renovar mi alegría en esta Cuaresma marcada por la pandemia. Una Cuaresma de rutinas que ya me tienen cansado. Esta Cuaresma de temores e incertidumbres. ¿Cuándo pasará todo lo que ahora cambia mis planes?
Y entonces me cuesta que no todos piensen como yo. No todos se alegren por lo que yo me alegro. Pretendo hacer la vida a mi manera y se me olvida que quizás esa manera no es la de los otros.
No soy dueño de la vida, no poseo todo lo que pretendo retener. Es todo tan fugaz y débil… De nuevo me pregunto en esta noche de Cuaresma: ¿Dónde he puesto mi felicidad?
¿Qué le alegraba a Jesús?
En las victorias pasajeras, en los bienes que no me sacian nunca, en las compras compulsivas. En los placeres que colman mi sed de felicidad plena de forma incompleta.
Y yo quiero ser feliz. Quiero estar alegre. Y pienso entonces en la alegría del corazón de Jesús. ¿Qué alegraba su corazón humano?
Sé que Jesús lloró en varias ocasiones. La última cuando vio muerto a Lázaro antes de devolverle la vida. Lloró ante Jerusalén que no creía en su voz de profeta.
Pero ¿cuándo lo veo sonreír? No recuerdo pasajes. Pero sí uno en el que Jesús se alegra al escuchar lo que sus discípulos le cuentan de lo que han logrado al final del día.
Se alegra con la alegría ingenua de los suyos, de aquellos a los que ama y se emocionan al contarle a su Maestro sus pobres victorias. Jesús se alegra con los niños que se acercan a Él y así los bendice. Se alegra con la vida sencilla en Betania. Se alegra con la vida de Nazaret, tantos años de vida familiar, sintiéndose en casa.
Felicidad sí, satisfacción no
La alegría permanente es la que desea siempre el alma. Esa sed de infinito que tengo guardada dentro. San Efrén decía.
“El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás de nuevo beber de ella. Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante”.
No creo en una felicidad en la que vivo satisfecho. Eso no es posible. La insatisfacción forma parte de mi camino. Vivo feliz pero sin estar satisfecho.
La alegría que se toca
Vivo feliz con la poca agua que tengo, sin desear agotar la fuente, con la abundancia que sobra y no puedo retener. Vivo feliz con las sonrisas que palidecen al final del día. Con las horas entregadas con ese cansancio sano que me calma por dentro.
También vivo feliz sin querer saber el final preciso de la historia, sin querer saber todo lo que ignoro. Feliz con la vida pobre que me toca vivir, aunque no sea tan plena como había soñado.
Vivo feliz con todo lo que tengo aunque sea pasajero y frágil. No me ato a lo que poseo, no me encadeno. La alegría de compartir el camino con los que amo.
Una conversación sencilla sobre la vida. Una canción que me enamora haciéndome verter lágrimas. Una película que saca de mi alma los sentimientos más nobles. Una historia feliz sin haber llegado aún al final de la misma. Un abrazo sostenido en el que las almas se funden.
Una palabra dicha y mantenida en el tiempo. Un paseo tranquilo al borde de un acantilado, mirando el océano y el cielo. Un atardecer lleno de esperanza, casi al final de un camino.
Un silencio tranquilo con aquel que me ama sin yo merecerlo. Una mirada agradecida sobre la historia que Dios ha ido tejiendo de mi mano. Un perdón dado y un perdón recibido que calman mis rencores. Y sostienen en paz todos mis miedos.
Esa es la alegría que toco en esta Cuaresma.