La inspiradora historia de María Teresa González Justo y su relación con el hombre que fusiló a su padre durante la guerra civil españolaEl perdón es una virtud que no todas las personas son capaces de ejercer. Perdonar pequeñas faltas puede resultar relativamente fácil; perdonar la muerte a sangre fría de un ser querido no es algo que todos podríamos hacer. Francisca lo tuvo claro. El amor de Dios le dio a esta joven muchacha castellana la fuerza no solo para perdonar a quien terminara con la vida de su padre sino que le regaló su tiempo y su consuelo.
Los hechos sucedieron el 25 de octubre de 1936, cuando ser cristiano en España se convirtió en algo muy peligroso. Las persecuciones religiosas provocaron la quema de iglesias y el asesinato de curas y monjas. La población civil no se libró de aquella terrible situación. Una de las víctimas fue Martiniano González, un hombre sencillo que vivía con su familia en la localidad toledana de Quintanar de la Orden. Francisca González Justo tenía entonces quince años. Había nacido el 11 de febrero de 1921. Era la mayor de las tres hijas de Martiniano y su esposa Isabel Justo. La suya era una vida de lo más normal en un pueblecito castellano a principios de siglo. Francisca, a la que todo el mundo conocía como Paquita, era una niña sencilla que gustaba ya de pequeña ayudar a los pobres y humildes de su pueblo.
El inicio de la Guerra Civil Española truncó la vida de muchas personas inocentes y cambió para siempre el devenir de la historia de España. Cuando Francisca supo que su padre había sido martirizado y ejecutado sintió un profundo dolor en su corazón por la pérdida. La oración y una enorme fe en Dios que su familia le había transmitido desde pequeña salvaron su alma del rencor y la venganza. Lejos de odiar al asesino de Martiniano, Francisca decidió perdonarlo. Cuando supo que había sido encarcelado, no dudó en visitarlo diariamente durante muchos meses, llevándole no solo alimentos, sino también, su más sincero perdón, un ejemplo claro de caridad cristiana.
Cuando terminó la guerra, Francisca decidió seguir haciendo el bien a los demás, como había hecho con los pobres de su pueblo y con el asesino de su padre. Su opción de vida se resumía en estas palabras escritas por ella misma: “Te entrego todo, Dios mío, y te ofrezco mi vida, gota a gota”. Para ello, escogió la vida religiosa. En 1941 tomó los hábitos de las Hermanas de la Consolación y asumió el nombre de María Teresa.
Desde entonces, y hasta el final de sus días, la hermana María Teresa trabajó sin descanso en distintos asilos y sanatorios en los que los enfermos de tuberculosis recibieron de ella una profunda entrega. No le importó estar en contacto con una enfermedad altamente contagiosa. Cuidó a decenas de tuberculosos, curando y consolando su dolor físico, curando y consolando su dolor espiritual. Nada parecía frenar la férrea voluntad de esta mujer que se enfrentó a una época, la de la posguerra, de falta de todo.
Un cáncer terminó con su vida muy pronto. Fallecía el 12 de octubre de 1967, cuando tenía apenas cuarenta y séis años. Pocos años después, en 1981, se inició la Causa de Beatificación y Canonización de sor María Teresa González Justo y en 1992 el Papa Juan Pablo II reconoció sus virtudes heroicas como venerable. Su proceso de beatificación continúa abierto.
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