A veces se corre el riesgo de querer simplificarlo todo: está mal, está bien y ya está
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Hay personas que me miran, ven cómo vivo e interpretan mis actos. Veo cómo me juzgan, me aplauden o me condenan. Les gusta o no les gusta lo que digo, lo que hago. Me adulan o me insultan. Me elevan o me derriban.
Tienen siempre claro cómo debería ir vestido, lo que debería decir en cada momento, o lo que debería hacer en cada situación.
Saben si estoy haciendo lo correcto o estoy cometiendo un error. No sé cómo lo hacen pero lo tienen siempre claro. Analizan la realidad como un cirujano el cuerpo de su paciente, sabiendo dónde tiene que hacer la incisión.
Ante ellos me veo desnudo, mi alma abierta, sin defensas. Reconozco que yo no miro la realidad así, ni a las personas.
No soy capaz de emitir un juicio tan claro y saber con certeza dónde colocar a cada uno. Prefiero ser como soy y no vivir emitiendo juicios continuamente.
Algunos lo esperan de mí, quieren que opine, que condene o apruebe, que tire la piedra o la guarde despacio.
Pretenden que juzgue a partir de hechos, de apariencias, de palabras. Que interprete la realidad desde lo que observo y diga con fuerza mi veredicto.
No me veo así. No sé si algo está suficientemente limpio, tampoco sé si está bien escrito. Si una vida es lo bastante ejemplar para ser digna de ser contada.
Tal vez me falta precisión, exactitud, perfección en mi mirada y en mi juicio. Creo que la vida cambia con rapidez, y también las personas.
No quiero juzgar a alguien por un solo hecho cometido en un momento determinado, en unas circunstancias que ignoro. No quiero destruir su imagen, o eliminar de mi memoria lo positivo que en él valoraba.
No soy así, y tal vez peco de condescendiente. El corazón humano sigue pareciéndome un enigma. Y a veces se corre el riesgo de querer simplificarlo todo. Está mal, está bien y ya está.
Pero hay matices, grises, claroscuros. No hay santos inmaculados. Ni pecadores sin remedio. No hay personas que siempre hacen lo correcto y otras que siempre se equivocan.
No hay los perfectos y los imperfectos. Todos estamos en un mismo camino de sombras y de luces. Y en esa búsqueda del querer de Dios deambula mi vida.
Así que no pretendo elegir siempre lo adecuado. Ni acertar en todos mis juicios. No sabré recordar siempre lo importante.
No podré tratar a todos con delicadeza. Ni respetar sus sensibilidades, ni tener la palabra oportuna para cada momento, para cada persona. He optado por vivir sin tensión la vida.
Quiero ser fiel a esa santidad de la que me habla el padre José Kentenich: “La capacidad de percibir las insinuaciones interiores del Espíritu Santo y corresponder dócilmente a ellas”[1].
Insinuaciones sutiles. Un soplo del Espíritu en mi interior que me muestra tímidamente un camino entre sombras, entre malezas de un bosque.
Lo que importa y lo que no
Quiero vivir sin temer el juicio de los que miran mi vida. Sin esperar caer bien a todos, sin querer agradar a los que me juzgan con palabras o silencios.
No quiero la tensión de caminar sobre una cuerda floja mientras todos miran a ver si caigo. Decido hacer caso omiso de los que miran mi vida esperando a ver los fallos.
Los tiene. Que los vean. Que conozcan mi debilidad. Que se rían de mis obsesiones. Que celebren mis caídas. Y juzguen bien o mal lo que digo o hago.
Le pido a Dios la santa indiferencia de los santos que no buscaban la aprobación de los hombres sino la de Dios.
Incluso yo no busco la de Dios. Porque no creo en ese Dios juez que me está evaluando cada mañana a ver si doy la talla, si hago lo que Él desea, si me comporto como corresponde al camino elegido en mi alma.
Creo en un Dios que me mira conmovido. Como esa madre que abraza a su hijo herido y desvalido. Creo en ese Padre que me espera a la puerta de su casa con gesto ansioso, anhelando mi pronto regreso.
Creo en ese Dios que pasa por alto tantas cosas, porque para Él la perfección del amor consiste en amar sin reservas, sólo eso, pero con la torpeza propia de mi carne humana.
Prefiere una vida accidentada, pero llena de amor humilde, que una vida perfecta, llena de resentimiento contra los débiles. Así es Dios. Siempre se alegra cada vez que busco honestamente en mi interior lo que desea de mí.
[1] J. Kentenich, Jornada 1928