Él no se impone a mi voluntad tan débil buscando que lo siga por los caminos. Él espera paciente a la puerta de mi corazón, pidiéndome que no se endurezca
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Mi corazón no está tan abierto al cambio como a veces afirmo con los labios.
Digo que sí, que soy flexible y abierto a lo diferente, a las novedades, a las innovaciones necesarias en la vida. Que estoy dispuesto a dejar de hacer lo que no me da vida y elegir siempre lo que me hace crecer como persona. Que voy a optar, digo, por los demás, antes de buscar egoístamente mi propio interés, pero luego veo que no es así.
No acabo de querer cambiar porque cualquier cambio es difícil. Y cuando luego cambio, y me libero, en cuanto comienza la sed y el hambre tan propios del camino, tiemblo y me acuerdo de placeres pasados nunca olvidados.
Hoy escucho lo que Dios le decía a su pueblo que le había mostrado su rebeldía: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». Ese pueblo, hijo de sus entrañas, había dudado de su amor infinito en medio de las dificultades del desierto. Había tocado el hambre y la sed (Ex 17,3): «¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Para matarnos de sed, junto con nuestros hijos y nuestros animales?».
A menudo me quejo de Dios cuando las cosas no van tan bien como esperaba. Y le echo la culpa a Él de mis propias decisiones, por haber sido valiente. Algunas de esas decisiones fueron acertadas. Otras tal vez no lo fueron tanto. Ya no lo sé bien.
Creí seguir a Jesús en muchas de ellas y eso alegró mi corazón. En otras decisiones seguro que esquivé sus pasos y seguí intuiciones falsas creyendo optar por su camino.
Lo cierto es que cuando vuelvo a tener sed, o hambre de cielo en medio de mi desierto. O cuando mi alma sueña con tierras más verdaderas o con manjares más exquisitos que los que ahora poseo. En esos momentos en los que deseo un vergel que dé descanso a mis huesos.
Entonces cuando sólo encuentro ante mí un secarral, es cuando todo mi ser desea un abrazo eterno que calme esa necesidad tan mía de ser amado. En esos momentos tan fríos y duros en los que me siento solo. Es entonces cuando vuelvo la mirada altiva a Dios y le exijo obras que no veo y frutos que no contemplo y una paz que no me abandone.
Y entonces me veo como ese pueblo en el desierto recordando, siendo libres, esa tierra de la esclavitud abandonada a sus espaldas, esa tierra llena de manjares nunca olvidados.
Esa tierra que retenía mis pasos cuando eran esclavos y se apegaban a la tierra sin alzar la vista al cielo. Porque en la esclavitud el pueblo judío, como yo mismo, no tenía hambre, ni sed. El corazón busca saciarse con bienes pasajeros que colman sólo por un tiempo.
Pero con el paso de la vida me olvido de su fragilidad y los idealizo. Y pienso que aquellos manjares tan fútiles eran mejores que las renuncias de este camino. Y sueño con el pasado ya pisado. Y anhelo un futuro que se torna incierto.
Sé que llevo grabado en mi pecho el deseo de un paraíso que aún no veo. Y por eso me duelen más las piedras del camino. Pero sé que esa promesa de Dios en mi vida es real, porque por algo he nacido con ese vacío tan grande en el corazón.
Me identifico con las palabras de C. S. Lewis, hablando de este anhelo de vivir en el lugar perfecto: «El hambre del hombre prueba que proviene de una raza que repara su cuerpo cuando come, y que habita un mundo donde comer sustancia existe. De la misma manera mi deseo de habitar en el paraíso es una buena indicación que tal lugar existe».
El paraíso existe dentro de mí como un deseo. Y se proyecta en el tiempo hacia la eternidad donde será cierto. Si no fuera real tengo muy claro que mi corazón no lograría dibujarlo con tanta nitidez todos los días en mis entrañas. Lo que anhelo tiene que ser real, aunque aún no logre poseerlo.
Por eso no quiero olvidar la tierra prometida por Dios para mi vida, ni dejar que ese sueño de plenitud se desdibuje de mis ojos. Miro el desierto y tiemblo detenido delante de la roca seca que no me da agua.
Y clamo a Dios indignado echándole la culpa hasta de mis pecados, bendita ingenuidad de niño pequeño y torpe que estalla delante de su padre. Le acuso de aquello de lo que solo yo soy culpable. Si me hubiera ayudado entonces, pienso enojado, no hubiera cedido a esa tentación seductora. Si hubiera detenido mis pasos orgullosos no habría caído de nuevo.
Pero Dios no es así. No es un Dios que evite mi caída. Respeta mi libertad. Él seduce mi corazón, nunca lo fuerza. Él no se impone a mi voluntad tan débil buscando que lo siga por los caminos. Él espera paciente a la puerta de mi corazón, pidiéndome que no se endurezca.
Y al mismo tiempo que me llama a dar la vida, no me lo pone tan fácil. No pone a mi disposición todo lo que preciso, todo lo que anhelo. Deja crecer en mí un deseo insaciable, para que no me quede quieto, para que no me conforme.
Eso lo he ido descubriendo con los años. Simplemente me pide que confíe en sus planes, y aprenda de su forma de hacer las cosas. Quiere que lo descubra a Él oculto en la roca áspera del desierto de mi vida. Que sepa probar su dulzura en los días amargos. Y que sepa mantener la calma en las tormentas aciagas, cuando todo se oscurece.
Quiere que sepa encontrar su mano sueva en medio de mi vida cuando siento que voy a la deriva. Me gusta ese Dios que me enamora con su presencia.