Cuando alguien intenta ayudarnos sin que se lo pidamos ni lo necesitemos está entrando en territorio ajeno, en un espacio íntimo y personal donde no se debería entrar sin llamar.
Para algunos, el cuidado de los demás se convierte en un sustituto de la propia identidad, para demostrar “lo mucho que me necesitan”. Así se construye una relación en la que solo se cuida de una de las partes.
Otros escogen un papel en el que consideran que cuanto más feliz hagan a alguien, mayores serán sus posibilidades de sentirse importantes y buenas personas.
La sobreprotección proviene de confundir qué es de quién. ¿Dónde comienza mi yo y dónde termina? Implica cierta pérdida de mi propio “yo”. Para tener una vida plena trato de llenar constantemente las copas de los demás. Y eso independientemente de si lo quieren o no. Yo paso frío, y me preocupo en poner un gorro en la cabeza del otro. Pienso en todo con detalle: en su postre favorito, en su color preferido, en su sueño vital pero no de el mío.
Tengo un amigo a quien le aterrorizan las personas con excesiva memoria para los detalles; aquellos que recuerdan fechas, tiempo en aquella ocasión, en lo que pasó en esa otra o en las palabras que se dijeron en aquel encuentro. Este amigo, al que le sucede todo lo contrario, bromea y se inquieta al pensar que, si un día alguien con memoria prodigiosa recordara algo comprometedor para él, él no tendría oportunidad de defenderse porque olvida siempre muchos detalles.
Algo similar puede suceder con la actitud sobreprotectora, que puede asustar, avergonzar y crear cierta reticencia de la persona con quien ejerce esa sobreprotección. Porque cuando el "sobreprotector" lo ha previsto todo, lo ha pensado todo y lo controla todo de la vida de otra persona, esta última se siente incómodo, sin intimidad, como si hubiera violado todas las fronteras de su ser.
Por eso, prefiere que le pregunte en lugar de que actúe por iniciativa propia. Si por ejemplo te ve andando con calcetines agujeados, es mejor que te pregunte si quieres unos calcetines nuevos porque tal vez te gusta caminar con esos calcetines.
También puede darse el caso de que quieras encargarte tú de cubrir algunas de tus propias necesidades y déficits. Por eso, cuando alguien intenta cuidarte sin nuestro permiso, se adentra en territorio que no es el suyo, en un espacio íntimo donde no debería entrar sin llamar.
Una autoestima por los suelos
Los padres sobreprotectores que saben lo que es mejor para sus hijos, si tienen hambre o frío o en qué universidad deben graduarse, generalmente no saben que a sus niños les transmiten un triste mensaje: "Tú solito no puedes afrontar los retos de la vida ni decidir en tus asuntos personales. Solo con la ayuda de tus padres serás capaz de salir adelante y resolver los problemas de la vida". ¿Por qué? Porque antes de que les dé tiempo a pedir ayuda, ya está el padre sobreprotector en acción. El progenitor o la progenitora es fuerte y sabio/a, el niño es débil y frágil, y carece del conocimiento de lo que quiere.
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La sobreprotección nace en el corazón de una persona que no tiene una sana autoestima. Es como inventarse a sí mismo en una versión súper ideal que podría ser aceptable por los demás. Por eso quieren un persona súper amable que se preocupa maravillosamente por los demás. De esta manera encuentra confort y bienestar, se siente bien porque cree que así se le valorará más, se le querrá más. La persona sobreprotectora busca excusas y alguna razón para establecer una buena relación con el otro.
Para dejar de lado la sobreprotección, vale la pena comenzar a notarla y nombrarla. Verse agotado por situaciones en las que, después de desempeñar nuestro papel de cuidador/a, no nos sentimos realizados en absoluto, sino que tenemos una jarra vacía de energía, amor y alegría en la vida.
También es bueno cuidar de nuestra tristeza y sensación de no haber sido lo suficientemente útil para esa persona y para ello es importante la búsqueda de relaciones auténticas, en la que quieras ser amado tal y como eres, y tanto por lo haces o dejas de hacer por esa persona.
También necesitamos buscar circunstancias y lugares donde podamos experimentar que cuiden de nosotros mismos. Y observar lo que sucederá cuando dejemos de ser ángeles, hacedores de milagros y dadores eternos en las relaciones.
Serán de gran valor para nosotros los lazos que podamos crear gratis, sin malos rollos, sin discusiones, sin tener que ganárselos para merecerlos; donde dar y recibir puedan coexistir en equilibrio; donde puedas decir: “No tengo ganas de hacer nada”, “Estoy triste”. Y oír: “OK. Está bien”.