La novela de ciencia-ficción de Ray Bradbury que anticipaba el peligro del totalitarismo del Estado
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Ray Bradbury (1920-2012) se define a sí mismo como un “un escritor apasionado, no intelectual, lo que quiere decir que mis personajes tienen que adelantarse a mí para vivir la historia. Si mi intelecto los alcanza demasiado pronto, toda la aventura puede quedar empantanada en la duda y en innumerables juegos mentales”.
En Fahrenheit 451 (1953) se transparenta el carácter de su autor: es una narración ágil, viva, se dirige de un modo raudo y vibrante hacia las cuestiones esenciales. Vale la pena leer el Postfacio a Fahrenheit 451 donde transmite la trepidación con que la escribió: alquilando una máquina de escribir por horas, yendo y viniendo a la biblioteca para localizar citas,… Hay también un trabajo previo, de maduración, pero el texto final, el relato que nos ha llegado, surge a borbotones.
Se trata de una novela distópica o, lo que es lo mismo, una descripción de una sociedad sometida a un poder total, totalitario. Un Estado que es fin y, por eso, reduce a los individuos a meros engranajes. La tensión entre Estado e individuo y el preocupante surgimiento de la masa como categoría social ha cristalizado en el auge de distopías. Ejemplos de ello son 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Huxley.
Lo que distingue a las sociedades distópicas citadas es el mecanismo que emplea el Estado para anular al individuo.
En el caso de Fahrenheit 451 los libros juegan un papel central. Cuando el progreso técnico ha logrado hacer imposible los incendios, los bomberos reorientan su actividad y se dedican a perseguir a los a-sociales que tienen la osadía de esconder libros.
Estamos ante una sociedad cuyo objetivo es, como ocurre literalmente en la obra de Huxley, hacer felices a sus ciudadanos: “¿Qué queremos en este país por encima de todo? Ser felices, ¿no es verdad? ¿No lo has oído centenares de veces? “Quiero ser feliz”, dicen todos. Bueno, ¿no lo son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos, ¿no es así? Para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia”.
Felicidad como sinónimo de diversión, placer y excitación. Quien lee libros rompe la satisfacción global ya que podría cuestionarse esa idea de felicidad, podría descubrir que no es eso lo que él quiere, podría descubrir otras ideas (¿mejores?) de felicidad.
No se trata (sólo) de que quien lee objeta a la marcha general de la sociedad. Se trata de que recobra algo que ese modelo totalitario de sociedad le ha quitado al individuo: el contacto con la realidad, el reconocimiento de sí mismo.
Así lo descubre el protagonista: “La felicidad importa mucho. La diversión es todo. Y sin embargo allí estaba yo diciéndome a mí mismo: “No soy feliz, no soy feliz” […] Tenemos lo necesario para ser felices y no lo somos. Algo falta”.
Ese es el momento en que el individuo descubre que, aunque el Estado le dice que tiene todo lo necesario para ser feliz, él descubre que su auténtica realidad no puede establecerse ni comprenderse desde esas categorías.
El debate es amplio. No enfrenta sólo al individuo frente al Estado. También atañe a la realidad, la verdad, la experiencia, la felicidad. Por eso, el garante de ese Estado, el jefe de los bomberos “pertenece al grupo de los más peligrosos enemigos de la verdad y de la libertad, el sólido y terco rebaño de la mayoría. Oh, Dios, la terrible tiranía de la mayoría”.
No es que cualquier idea, por el simple hecho de estar publicada en un libro, merezca la pena. Hay que tener criterio para encontrar los buenos libros de los buenos autores porque “los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente”.
El tono de la obra es optimista. Señala los grandes problemas, las grandes tensiones, el riesgo de totalitarismo que se cierne sobre Occidente desde el siglo pasado. Pero indica también líneas de escape, vías de resistencia, orientaciones y sugerencias que merecen ser atendidas.
Porque, aunque un sistema impulsado por gentes sin alma o con “almas tristes” persiga la sumisión de las voluntades, el sometimiento de la libertad y la personalidad, “eso es lo maravilloso en el hombre; nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo. Sabe muy bien que su obra es importante y valiosa”.