Cómo pasar de la angustia al cobijamiento: agradecimiento y confianza
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Valgo más que un gorrión, valgo más que tantas cosas que parecen realmente valiosas. Dios me ama tanto a mí, y de forma tan personal, que ni un cabello de mi cabeza le pasa desapercibido.
Me ama con locura y me pide que no viva con miedo y agobiado pensando en el futuro. Quiere que confíe, que sonría, que lo espere todo de la vida que Él me regala.
Esa actitud es la que yo quiero. Sueño con una confianza plena que me permita vivir a la sombra del Altísimo cada momento de mi vida, cobijado en Él.
Porque Dios me ama y no quiere que se pierda nada de lo que yo amo, nada de lo que me importa y preocupa. No quiere que me angustie pensando en el futuro.
No quiere que viva estresado por no poder controlarlo todo. No es posible controlar cada momento de mi vida. Todo lo que tengo y soy está en las manos de Dios y tantas veces se lo digo:
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Deseo que sus planes sean mis planes. Quiero ser un hijo dócil a su lado, un instrumento fácil de manejar para Él que es el Hacedor, el Artesano de mi vida.
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Yo me resisto a perder todo lo que pretendo retener con manos codiciosas. Y vivo turbado al pensar en un futuro incierto y desconocido que me amenaza con quitármelo todo.
¿Cómo cambiar los caminos que desconozco y no me gustan? ¿Cómo aceptar los contratiempos que más temo y no deseo? Tiemblo en medio de mi noche llena de incertidumbres. Comenta el padre José Kentenich:
“El sentimiento primordial del hombre actual es la angustia. Y ese sentimiento debería ser el cobijamiento, la seguridad en Dios“[1].
Deseo esa seguridad, ese cobijamiento en Dios, en los brazos de ese Padre que me ama con locura y no quiere que se pierda ni un solo cabello de mi cabeza.
A Dios le importa todo lo mío, ama mi vida. Esa certeza siempre me alegra. Miro todo lo que vivo y poseo y hago mías las palabras con las que el Padre Kentenich expresa su gratitud ante Dios:
“A veces tiemblo de temor. Los sufrimientos que he tenido fueron sólo pequeños cortes que apenas me rasgaron la piel. Las calumnias que circularon sobre mi persona fueron cruces de aire cuyo recuerdo se disipó con el sonido. ¡Qué insignificantes fueron todos los incidentes que me ocurrieron!“[2].
El Padre Kentenich mira su vida con esa paz, con esa gratitud. Y en su caso fueron muchos los sufrimientos. Pero me gusta su mirada positiva y llena de esperanza. No se queja, no se queda en lo que perdió, en lo que no logró, en lo que le faltó en cada momento de su vida.
Mi agradecimiento y confianza me salvan y levantan cada vez que caigo y dudo.
Deseo poseer la actitud de aquel que se abandona en las manos de un Dios bueno y misericordioso. Dios me conduce. Las palabras del Padre Kentenich son claras:
“El amor cristiano genuino y personal no implica solamente un importante y hasta necesario enriquecimiento a través del tú amado. Basta con recordar la expresión ‘dos corazones y un solo latido’. Sino que, al entregarse desinteresadamente, se encuentran nuevamente a sí mismos, purificados y perfeccionados a un nivel más alto“[3].
La entrega desinteresada a Dios es lo que cuenta. Esa entrega de toda mi vida para que Él la recoja en su seno y me abrace. La conciencia de saberme pequeño y necesitado. La experiencia del niño que se cobija en las manos de su Padre. Todo eso es lo que me salva.
Por eso hoy le entrego a Dios mis miedos e inseguridades. Me doy por entero. Esa entrega me purifica por dentro. No tengo nada que temer. Me siento libre en medio de todo lo que amo. Miro a Dios en mi camino y me abrazo a Él confiado.
[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor
[2] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[3] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor