Un interesante proceso espiritual durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus
El alma permanece tranquila a través de mi ventana. Observo la vida que brota a mi alrededor. Dentro de mí, guardado, confinado.
No quiero que el miedo paralice mis pasos. Pero mi corresponsabilidad me pide guardarme. Y me quedo mirando mi jardín. Los árboles mecidos por la brisa. La soledad de un espacio habitualmente lleno de gente.
Duele la ausencia y los relojes siguen su curso. Se llevan por delante planes soñados, ahora imposibles.
Quiero que se calmen las ansias de hacer lo que no puedo hacer. Que se calme el temor a una muerte posible que a veces me intimida. Que se calmen los vientos que con su fuerza pretenden romper las vigas de mi alma.
Nace dentro de mí la impotencia. Y siento el deseo grande de hacer las cosas bien. Me arrepiento por las palabras dichas, por los silencios no guardados, por las críticas lanzadas al aire.
Me asusta que estas semanas hayan sembrado en mí la desconfianza y el miedo. Me asusta haber visto el lado oscuro de mi alma herida.
Me asusta haber tocado mi desidia y pereza cuando no me exigen ponerme a trabajar y hacer las cosas bien en cada momento.
Me asusta la torpeza de mis gestos y mis actos en la monotonía de lo cotidiano. Me asusta mi egoísmo cuando la vida se convierte en una entrega continua. Me asusta ser poco creativo y tener miedo a reinventarme.
Temo no haber sido capaz de enfrentar la soledad con alegría. Me da pena haber visto mi incapacidad para besar alegre los planes truncados.
Me detengo pensando frente al jardín de mi alma y pienso que han florecido flores antes desconocidas. Quizá habré quitado algunas plantas rebeldes que conseguían turbar mi alma.
Puede que haya más luz en este jardín de dentro, más luz que antes cuando creía que el mundo era mío. Pienso que tal vez ahora he tocado la aspereza de la vida y he reaccionado con alma de niño abriéndome a lo desconocido.
Siento que están cambiando los ritmos de mi vida. Que no es fácil volver a lo de antes sino a algo nuevo que traerá vientos nuevos.
Creo que esta cuarentena está alimentando mi alma para hacerla más fuerte y profunda. Me ha quitado un poco el miedo a perder la vida.
Me ha regalado un corazón más grande para amar con más intensidad a los míos. Creo que puedo ser más niño de lo que nunca he sido. Y abrazar la naturaleza que la primavera ha hecho surgir casi de entre mis manos.
He pedido por tanta gente que desconozco. Y he querido a tanta gente que aún no he visto. He sentido en mi alma el destello de un fuego que viene de lo alto. No me lo he inventado, ha sido Dios quien lo ha encendido dentro.
He recorrido caminos nuevos por sendas nuevas. Pensando que la vida se define en ese momento concreto que vivo ahora mismo.
He aprendido a contemplar el instante que Dios me regala sin exigirle al futuro que todavía no llega. He abrazado sin miedo la vida que hoy tengo, pues sé que es lo único que ahora me dejan abrazar.
He comenzado de nuevo tras haber visto algunas caídas. He amansado el asno que llevo dentro, que se rebela incluso contra mí mismo, con dosis de paciencia y mucha calma.
He empezado a levantarme sobre mis propias fatigas. Sonrío ahora con más ganas, quizá he rejuvenecido. Y las semanas pasadas no han dejado sino en mi alma una fuerza nueva que antes desconocía.
Tengo el corazón más grande, más lleno de personas que antes no conocía. Y he sentido en mis manos el peso de este mundo.
Me ha turbado, es cierto, la muerte de inocentes. Y he temido como un niño las oscuras nubes inciertas. Pero tengo que decir con nostalgia de infinito que el cielo en estos días se me ha hecho más presente.
El cielo en aquellos que trabajan por servir la vida ajena sin cuidar su propia vida. He visto a Dios presente en tantos que se entregan en un silencio oculto sin exigir aplausos.
Y he sentido en mi piel la brisa de un nuevo día que tiene que morir para nacer de nuevo.
He sembrado esperanzas con palabras muy pobres pretendiendo cambiar la vida de los hombres. ¡Vana ilusión la mía! Las palabras se las lleva el viento y solamente son los actos que las refrendan los que pueden cambiar el mundo.
Quiero que mi amor sea más grande en este día. Más grande todavía de lo que nunca ha sido. No quiero pensar mal de nadie y hablar siempre en positivo.
Tejer esperanzas nuevas con los mismos hilos de siempre y lanzarme al vacío confiando en que alguien estará allí para abrazarme.
Quiero poner el acento en la confianza que tengo, en la que me han dado y en la que doy. No quiero desconfiar más de nadie en mi camino. Aunque me engañen y piense después que soy bastante ingenuo.
Ya no me importa tanto lo que piensa la gente, eso he decidido. Y me he puesto a imprimir hojas y hojas con unas palabras muy claras: “Sé niño, confía, no temas, espera, que la vida es más de lo que tú nunca has soñado”.
Tengo en mi alma un sueño que brota cada mañana. Es un sueño pequeño de esos que duermen pronto y se levantan temprano. Es el sueño más sencillo que pueden tener los niños.
Mi sueño es simplemente que cada día que amanezca lo haga con una sonrisa. Eso espero. No le exijo a la vida que me dé lo que me debe. Tampoco sé cuánto me debe.
Sólo sé que he amado, he soñado y he esperado siempre todo de todo lo que he vivido. Y cuando no lo he tenido simplemente no me he amargado.
Vuelvo a acariciar la tierra de la cual he comido su fruto. Y espero que en mi jardín los árboles sigan meciéndose con la brisa o con el viento.
Volveré a ver los rostros amados de siempre y los nuevos. Volveré a escuchar las voces y los cantos en la tierra. Este tiempo no se ha perdido, solamente está enterrado.
Y de la tierra sembrada surgirán nuevos frutos. Y mi corazón entonces será más grande, más libre. Desde mi jardín florido sé muy bien cuánto he crecido.