¡Gracias, madres!
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Hoy es el día de las madres en México. Me detengo a pensar en mi madre, en todas las madres. No hay un amor más grande, más desinteresado.
Una madre no se olvida nunca de su hijo. No hay dolor más grande que perder al hijo de sus entrañas. Y siempre va a encontrar en su corazón una razón para seguir amándolo, aunque él se aleje y no la ame.
Pienso en las madres que se entregan sin esperar nada. Confían después de haber sido engañadas. Se mantienen fieles en medio de infidelidades.
Pienso en ese instinto maternal que brota con el hijo. Deseo de acoger, cuidar, educar. El deseo de darle al hijo todo lo que necesita.
Pienso en mi madre. En su mirada profunda. En sus ojos de mar, tan hondos. En sus palabras llanas y sencillas. En su fidelidad heroica. En su serenidad, en su alegría.
Pienso en sus pasos seguros. Y en su mirada comprensiva. Pienso en mis deseos de retenerla cada noche siendo niño. En mi anhelo de retenerla más tarde, cuando se adentraba en el cielo.
Pienso en tantas madres que dan su vida en silencio. En las madres que no echan nada en cara. En las que no quieren controlar la vida de sus hijos.
Pienso en esa generosidad ilimitada concentrada en un corazón finito. Agradezco su sí a la vida de sus entrañas. La aceptación de una vida dependiente entre sus brazos.
Pienso en las madres que no han podido ser madres. Y en las que siendo madres nunca han sentido la maternidad muy dentro. Y pido por ellas.
Agradezco el sí de tantas madres en medio de derrotas y fracasos. Miro a las madres que dejan soñar a sus hijos y elevar su vuelo.
Y a las madres que se unen a sus esposos en la educación de los hijos confiando. Sabiendo que son de Dios, y no suyos. Pienso en las madres que educan niños para Dios.
Niños confiados, inocentes, verdaderos, profundos. Niños que siempre descansen en el regazo de Dios como lo han hecho en el de sus madres. Comenta el padre José Kentenich:
“El niño ama al padre y a la madre por propio interés. Porque obtiene algo al hacerlo, porque satisface un instinto, aunque noblemente”.
El niño busca en sus padres ese interés sano de hijo. Porque van educando su corazón para la vida y llenándolo de abrazos, sonrisas, ternura y amor.
Porque si no es así luego esos niños heridos le exigirán a la vida lo que no recibieron siendo pequeños. ¡Qué sano es poder amar y ser amado en esa época en el que el corazón virgen lo necesita tanto!
Pienso agradecido en tantos niños que han tenido hogar en el que echar raíces. Hogar en el corazón de sus madres. Y en el alma la paz de sus padres. Sin saborear el rechazo o la indiferencia. ¡Cuánto duelen el olvido y el desprecio!
Pienso en las madres que con su espíritu alegre han transformado la atmósfera de sus familias.
En esta época de pandemia, en la que estoy más en casa, pienso en esas madres que hacen de su hogar un trocito de cielo.
Pienso en las madres heridas, en las que abandonaron a sus hijos, en las que no supieron acoger al hijo rebelde, en las que no tuvieron fuerzas para ser fieles en su maternidad.
Pido por ellas y por esos niños que perdieron su inocencia en el camino. Experimentaron tantas heridas que quedaron tocados para siempre.
Pienso en esos niños que nunca pudieron ser niños confiados, alegres, traviesos, libres. Y en su corazón llevaron una herida profunda de desprecio y abandono.
Pienso en esa niñez perdida que es tan difícil de recuperar más tarde. Pienso en tantos hijos abandonados, abusados, no queridos.
Pienso en tantas madres que no supieron ser madres y abrazar a sus hijos. Pido por ellos y ellas.
Agradezco en lo profundo de mi alma por las madres que se han dejado la vida cuidando la inocencia de sus hijos. Por las que siempre estuvieron al pie de sus puertas. Esperando, cuidando la vida que un día nació en sus entrañas.
Doy gracias a Dios por esa maternidad profunda, espiritual más que física. Y miro a los ojos de María. Ella es la Madre que acompaña mis pasos. Mi madre en el cielo y en la tierra. El espejo en el que veo proyectada a mi madre. Me uno al Padre Kentenich en la oración que él le compuso a María:
“Gracias por todo, Madre,
todo te lo agradezco de corazón.
Y quiero atarme a ti con un amor entrañable.
¡Qué hubiera sido de nosotros sin ti,
sin tu cuidado maternal!
Gracias porque nos salvaste en grandes necesidades;
gracias porque con amor fiel nos encadenaste a ti.
Quiero ofrecerte eterna gratitud
y consagrarme a ti con indiviso amor”.
María es esa Madre fiel que no se desentiende de su hijo. No olvida mi nombre ni mis miedos. Acoge entre sus brazos mi debilidad. Y me dice continuamente que cree en mí, aunque yo no crea.
Espera siempre mi regreso a casa. Pero no me lo exige, ni me recrimina si tardo. Simplemente está ahí, a mi lado, esperando. Aguardando mis pasos, para que no me pierda.
Miro a María que llora mis caídas y a quien duelen tanto mis derrotas. Pero no me olvida nunca. Me sostiene cuando caigo agotado. Me alimenta moribundo. Y me eleva a lo alto del cielo, para que vuelva a confiar de nuevo.
Y me muestra el rostro de su Hijo y en Él el rostro de mi Padre. Porque está en el alma de toda madre llevar a su hijo hasta su padre. Y así el amor será completo. Un amor de padre y madre. Un amor que salva la inocencia de mi alma.