“Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos … nos sentiremos dichosos tan sólo por estar vivos”, escribe Benedetti
Dos discípulos regresan tristes a sus casas, a su pueblo, Emaús. Van hablando en voz queda de sus cosas. Todo ha salido mal:
“Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido”.
Habían soñado y nada de lo soñado se ha hecho realidad:
“Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado. Fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron”.
No creen en las mujeres que no han visto el cuerpo de Jesús. No creen en la promesa ahora que todo ha fracasado. ¿Cabe una derrota mayor que la muerte en la cruz? Están tristes.
Habían creído que su vida iba a ser mucho mejor. Incluso en algún momento pensaron que ya lo era. Pero ahora vuelven a casa apesadumbrados. ¿Qué le dirían a su familia? Todo ha salido mal.
Están tan ofuscados, tan hundidos, que no sólo no creen a las mujeres, tampoco reconocen a Jesús cuando les pregunta:
“Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo”.
Jesús, que ya lo sabe todo, quiere que ellos le cuenten:
“¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”.
No puedo evitarlo, en este momento de la historia siempre me emociono. No son de los doce. No son los más queridos. Dos de aquellos muchos discípulos que Jesús tenía. Un grupo grande. Regresan a sus casas cansados, sin fe.
Más tarde, cuando sepan que Jesús está vivo, volverán a Jerusalén. ¿Se justifica que vaya a buscarlos al camino? Me conmueve.
Jesús va a buscarlos. No quiere que se vayan a casa. No los llama por su nombre. Espera, aguarda. Escucha todos sus pensamientos negativos. Enjuga todas sus lágrimas.
Hoy Jesús me pregunta a mí. ¿Por qué estoy triste? ¿En qué estoy pensando? Y yo le saco mis preguntas, mis miedos, mis dolores. Los expongo ante sus ojos.
“¿No te parece suficiente?”, le grito.
Tengo hoy muchas razones para estar triste, para tener pena. Tantos muertos, tantos enfermos que viven su angustia en soledad, tantas vidas entregadas. ¿Cuándo va a pasar todo esto?
No logro entender la cruz, nunca la entiendo. ¿Qué sentido tiene el dolor?
La alegría compartida ensancha el alma. El corazón ama con más hondura. No entiendo la posible fecundidad de mi pena. No sé de dónde va a sacar Dios un bien de tanto mal reinante. No lo concibo.
Yo tenía mis planes, mis sueños, mis anhelos. Y lo de ahora lo frustra todo. Vuelvo a casa triste, con una pena profunda. No hay luz, no hay futuro. Y en medio de mi angustia Jesús me descorre el velo con sus palabras:
“¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura”.
Está claro. Jesús es capaz de hablarme con hondura. Mi vida no puede depender de cosas tan frágiles. Lo he comprobado estos días.
Es todo tan débil, tan inestable. Fluye todo con tanta fuerza. Y yo me aferro a lo que poseo, a lo que deseo. Vanidad, todo es vanidad. Y de repente una corriente impetuosa se lo lleva todo por delante y yo lloro.
¿Cómo es posible seguir viviendo?
Ha arrasado este virus con todas mis certezas. Y me encuentro perdido en medio de mi dolor. La soledad abruma. Y el miedo a perder la vida.
En mi tristeza me habla hoy Jesús con su palabra. Hoy en medio de la oscuridad hay muchas palabras, muchas vidas, que me despejan el horizonte. Me señalan a un Dios oculto. La letra de una canción de Esteban Gumucio habla de esa esperanza:
“Creo que detrás de la bruma el sol espera. Creo que en esta noche oscura duermen estrellas. No me robarán la esperanza, no me la romperán; vengan a cantarla conmigo”.
Jesús en este tiempo me habla en personas, en sucesos, en canciones. Me habla de muchas maneras. Escribe Mario Benedetti:
“Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos
y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo.
Con el corazón lloroso y el destino bendecido
nos sentiremos dichosos tan sólo por estar vivos.Y le daremos un abrazo al primer desconocido
y alabaremos la suerte de conservar un amigo.
Y entonces recordaremos todo aquello que perdimos
y de una vez aprenderemos todo lo que no aprendimos.Ya no tendremos envidia pues todos habrán sufrido.
Ya no tendremos desidia. Seremos más compasivos.
Valdrá más lo que es de todos que lo jamás conseguido.
Seremos más generosos Y mucho más comprometidos”.
Me gusta esta mirada. Ensancha mi corazón. Da luz a mis ojos ciegos. Aleja la oscuridad y despierta en mi alma la alegría.