Reconocer un error y perdonarte es el inicio de algo que puede ser mejor de lo que pudiste imaginarEl fracaso, la desilusión, el desengaño son parte del camino que recorro. Jesús nunca me prometió éxitos seguros, ni una paz sin tensiones.
Tampoco me dijo que mi vida estaría llena de bendiciones, lejos del mal que temo. No me aseguró que no iba a tropezar nunca. No me habló de logros sin ruptura.
Es cierto que hay temporadas en mi vida en las que no sucede nada especial, todo va sobre ruedas. Alcanzo las cimas soñadas. Logro besar la meta de ciertos logros. Sonrío lleno de felicidad y siento que triunfo. ¡Qué humanos somos!
La vida, como la de Jesús en ocasiones, está llena de momentos de reconocimientos y aplausos. No siempre la victoria es esquiva. Y si es así, ¿por qué me asusta tanto la posible derrota?
Hay veces en mi vida en las que todo transcurre sin tensiones, sin sobresaltos. Un año igual que el anterior. Un mes igual al pasado. Un día tras otro sin que nada nuevo suceda.
Y de repente todo se tuerce, cambia, toma otro rumbo, irrumpe el dolor, la enfermedad.
Me quedo mirando a Jesús. Veo sus pasos que se alejan en una dirección y yo le grito: “Te seguiré, Señor, adónde vayas”.
En esos momentos mi alma tiembla al presentir cambios. Me asustan las dificultades unidas a esas huellas de Jesús. Temo el dolor de las derrotas.
Tal vez aún no sé vivir con alegría las pérdidas. Y esa actitud mía no me deja ser feliz. ¿Cómo lograré ser positivo después de un traspiés, de un desengaño, de una derrota? ¿Cómo me puedo levantar después de la caída como si nada hubiera sucedido?
No me resulta tan sencillo volver a empezar.
Es verdad que detrás de toda tormenta vuelve la calma. Un mar revuelto en medio de la tempestad se apacigua súbitamente y las olas dejan de zarandear mi barca.
Quiero aprender a vivir las tormentas del alma como un camino de crecimiento espiritual. Para eso tengo que mirar el fracaso a la cara con humildad, sabiendo que es pasajero.
No me turbo. Quiero aceptar que no hice todo lo que podía, no asumí con madurez mis responsabilidades, no me hice cargo de mis deberes.
Pasé de largo por lo que me exigía algún esfuerzo. Y pensé que podía hacer yo solo ciertas cosas, sin ayuda de nadie, pero en verdad no podía.
Abusé de mi poder y exigí a los demás lo que no podía ser exigido. Usé a las personas cuando me eran útiles, en lugar de ponerme a su servicio. Y las dejé de lado, cuando dejaron de ser útiles.
Creí que era a mí a quien seguían los hombres aduladores con sus halagos. Y me olvidé de que todo es por Jesús, sólo por Él y no por mí.
Me creí que con mis dones naturales bastaba para hacer crecer su Reino, sin buscarlo a Él cada mañana para ponerme manos a la obra. Me vacié, sin lograr beber de ninguna fuente interior.
Imaginé que estaba más capacitado para la vida, de lo que realmente estaba. Soñé mucho, alcancé poco. Pocos frutos recogen mis manos. Necesito reconocer mis errores para aprender de ellos.
Tengo que aceptarlos como parte de mi historia. Y perdonarlos. Sí, ¡Cuánto me cuesta perdonarme a mí mismo cada vez que fracaso!
Sé que podía haberlo hecho mejor. Podía no haber herido a nadie. Podía no haber hablado. Podía haber hecho otras cosas.
Pero hice lo que hice. Ya no puedo cambiar el pasado. Actué de forma incorrecta. Dije lo que no correspondía. Ahora no hay vuelta atrás.
Sé que sólo el perdón me sana. Necesito perdonarme y también pedir perdón. Lo paso por alto.
Quiero aprender a reconocer públicamente que no lo hice todo bien. Quiero pedir disculpas a aquellos a los que herí con palabras, con gestos u omisiones.
Pasé de largo ante ellos sin darles mi cuidado. O hice creer que los iba a cuidar y me olvidé de ellos. Creé expectativas nunca colmadas.
Necesito mirar con paz mi pasado para estar sano. Sé que Dios construye a través de mis debilidades. Con mi barro cambia el mundo.
De mis heridas brota una vida que es su gracia que me salva. Esa forma de ver la fragilidad y la miseria eleva mi corazón y me permite madurar a partir de mi fragilidad hecha de carne.
Otras veces me he desilusionado al ser herido, difamado, despreciado, infravalorado. La herida del valor duele en lo más hondo.
Quería ser más reconocido por los demás. Necesitaba más afecto, más abrazos, más miradas. Pero no recibí halagos sino críticas. Me alejé desilusionado.
La desilusión puede envenenar el alma. Tenía expectativas. Entonces necesito mirar mi corazón y perdonar. Si no perdono a los que me han hecho daño, incluso sin saberlo, sé que el rencor acabará llenándome de tristeza.
¡Qué importante es el perdón para navegar con paz por los mares de Dios! ¡Qué importante para que pueda yo sembrar paz a mi alrededor! Comenta el papa Francisco en relación con las crisis en el matrimonio:
“Exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores“.
La culpa no es sólo de los demás. Yo habré contribuido en algo. Con mi forma de mirar, con mi sensibilidad. Sin perdón no avanzo.
El rencor me llena de amargura y saca lo peor de mi interior. El rencor no me deja levantarme ni volver a empezar.
Las tormentas del alma son oportunidades para crecer. Es el camino por el que me llevan las huellas de Dios. No dudo de su amor. Sé que se han abierto nuevas rutas para que pueda madurar en mi vida espiritual.
En los éxitos, en los halagos, en las victorias no crezco tanto. Aumentan mi autoestima, eso sí, pero creo que el orgullo me puede cegar. Acabo pensando que todo es gracias a mis talentos y valores.
¡Qué lejos estoy de la santidad a la que Dios me llama! Esa santidad es obra de Dios en mí. Jesús construye sobre mis derrotas. En las noches de mi alma aparece su rostro para iluminar mis pasos. Me da paz saber que nunca voy a caminar solo.