Toma tus decisiones sin miedo, Él siempre te acompaña
Me gustaría ser capaz de desentrañar los misterios y descubrir la voluntad de Dios. Hoy escucho:
“Escucha, casa de David: – El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.
Una señal. No resulta sencillo interpretar las señales. ¿Cómo soy capaz de ver si lo que sucede en mi alma es de Dios o no? Decía san Ignacio:
“Propio es de Dios y de sus ángeles, en sus mociones, dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación que el enemigo induce”.
Hay mociones en el alma que dan paz y alegría. Esas mociones proceden de Dios. Son insinuaciones, pasiones que se despiertan, deseos del alma.
Pero no es tan sencillo. San Agustín decía que el demonio es el mono de Dios, porque lo imita. Y es cierto. Él pone en el corazón pensamientos negativos que me envenenan:
“No vales nada. Siempre caes en lo mismo. No te esfuerces más que no lo vas a lograr. Mira, los demás no te valoran. Ignóralos. Mira sus pecados, habla mal de ellos. Júzgalos. Porque tú vales más que ellos”.
Y el alma se va envenenando poco a poco. Se va llenando de rencores. El demonio no violenta, simplemente hace que me ponga en el centro de todo y pierda mi fuerza, mi capacidad de amar y donarme por entero.
Aprovecha mi tristeza y amargura, mi violencia y desconfianza. Se sirve de mi propio pecado y me hace sentir responsable del desorden moral.
Dios me conduce de otra forma. En medio de mi debilidad, de mi pecado, de mis faltas, me hace creer en mí. Me hace comprender que mi sí es importante. Mi entrega, mi amor. Que si soy fiel el mundo va a cambiar de una forma inimaginable.
La mirada de Dios sobre mi alma es la que me eleva por encima de la tierra y me hace aspirar al cielo. Sus insinuaciones me dan paz y me alegran. Es así cómo conduce mi vida. Sus susurros son voces que me hablan.
¿Cómo tomo las decisiones? ¿Cómo acierto para hacer lo que Dios me pide?
Vivo con miedo. Temo errar el camino. Alejarme del paso de Dios. Seguir rutas no queridas por Él. Ese miedo me envenena. Me quita la paz. Como si fuera un funambulista caminando sobre un alambre. Y cualquier paso en falso significara mi muerte.
No quiero vivir con ese miedo. Quiero confiar en ese Dios que me dice que viene a vivir conmigo, a habitar en mi misma morada.
Ese “Dios con nosotros” no es un Dios que viva pendiente de mis errores. Más bien me busca, me acompaña, va a mi lado para sostenerme.
Y cuando yerro y me alejo, sigue mis pasos para que vuelva a vivir en su presencia. Esa mirada de Dios sobre mi vida me da tanta paz… Las decisiones son siempre con Él.
¿Cómo decido qué tengo que hacer cada día? No ya en las grandes decisiones, sino en las pequeñas. En el día a día. Es entonces cuando su voz me habla en el alma y en las cosas que me pasan y en las palabras que escucho.
Aun así no es fácil saber lo que me pide. José no sabía. Toma una decisión justa en la ignorancia. Y Dios le habla en sueños:
“Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: – José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados”.
José es un hombre de Dios. Está enamorado de Él y quiere hacer sólo su voluntad. Pero no sabe qué caminos seguir. Busca interpretar el querer de Dios y decide repudiar a María.
Pero Dios interviene. Y como a Abrahán en Moria evita que lleve a término su decisión. Aunque fuera justa. En sueños le revela la verdad. Y José comprende. En sueños le dice de quién es ese niño que va a cambiar la historia.
Y José cree. Se fía de los sueños. Confía en las palabras del ángel que le revelan una verdad tan difícil de asimilar. Pero él, como un niño, se fía.
Me conmueve la fe de José. No se turba, no se llena de miedo. simplemente acepta la verdad imposible. Sí, el hijo de Dios, el Dios que mora en mi misma tienda. Ese Dios hecho carne de mi carne.
Ojalá se me apareciera siempre en sueños el querer de Dios. También en sueños Dios me insinúa cosas. Pero no recuerdo los sueños. O no sé interpretarlos.
Busca muchos medios para hacerme seguir un camino concreto. Pero yo puedo decidir seguir otro distinto. Sus insinuaciones son deseos que siembra en mi alma.
Yo puedo escucharlos y cumplirlos. Puedo comprender lo que quiere de mí y aceptarlo. O puedo seguir en mi libre albedrio otro camino diferente.
No es tan fácil saber lo que de verdad desea de mí. Entenderlo no sólo en grandes decisiones en las que se juega mi vida, sino en las decisiones diarias. Esas que casi tomo sin pensar.
Quiero aprender a vivir la fe práctica en la Divina Providencia de la que me habla el padre José Kentenich. Debería ser en mí una segunda naturaleza que me haga buscar señales. Y observar a Dios en medio de la vida para saber qué hacer, qué camino seguir. Para ver si tengo que actuar o estarme quieto, hablar o guardar silencio. Quisiera decir como leía el otro día:
“Me lanzo a tus brazos, como una niña pequeña, acepto tu voluntad”.
Es lo que quiero, confiar en los caminos que voy descubriendo. En la voluntad de Dios para mi vida.
Las personas a las que amo, que me aman, me ayudan a interpretar esas voces. Y sobre todo la hondura de mi alma en la que busco el querer de Dios. No es sencillo. La vida es una escuela para aprender a interpretar el querer de Dios. Como José, cada día.