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Cómo transformar la tristeza en nostalgia del paraíso

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/10/19
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¿Cuál es la llave que elimina el miedo y la tristeza?

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A veces no sé muy bien de dónde viene la tristeza que tengo. Puede ser que surja cuando las cosas no salen como yo esperaba, y me lleno de amargura.

Puede ser al escuchar un juicio sobre mí, que me duele, porque siento que es injusto, o porque toca mi herida de siempre. Puede que me falte espíritu de autocrítica para aceptar en mí las verdades que otros ven con claridad y yo no veo, me creo que estoy bien.

Es mi pobreza de alma la que me lleva a estar triste en ocasiones sin razón aparente o por motivos demasiado pequeños.

Si soy realista y veo cómo es mi vida no descubro motivos suficientes para la tristeza. ¡Cómo puedo estar triste cuando lo tengo todo! La Biblia dice:

El afligido invocó al Señor, y Él lo escuchó. Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren”.

Mi alegría tendría que estar en el Señor. Quiero aprender a alabar y dar gracias por todo lo que me ha dado. Y dejar de lado la tristeza para siempre. Al menos debería ser así.

No siempre lo consigo y me pongo triste. Se nubla mi ánimo. ¿Por qué estoy triste sin motivo? Leía el otro día:

“Tenemos un miedo atroz al sufrimiento, un miedo tan real, que construimos toda nuestra vida para huir de él, porque no entendemos de ninguna manera que sufrir tenga ningún sentido. Es algo de lo que hay que escapar, se nos hace necesario evitarlo a toda costa. ¿Por qué tenemos tanto miedo a la muerte?”.

Es una tristeza honda la que procede de este miedo al dolor y al sufrimiento, a la muerte. Quisiera encontrar la llave que eliminara ese temor hondo del alma.

¿Podría vivir entonces con paz en medio de mis dolores? Sí, sería posible. Es lo que puede hacer Cristo en mí cuando logro vivir sus sentimientos. Cuando coloco mi barca en sus manos y dejo que sea Él quien lo controle todo.

La tristeza tal vez permanece, pero ahora como nostalgia de paraíso. Y una paz profunda me invade el ánimo. Puedo sonreír mientras sufro. Puedo tener paz mientras siento un dolor profundo. Es posible la paz mirando a la muerte cara a cara. Es el milagro de ser cristiano. Sólo eso.

“¿Cómo va a ser amor alguien que permite que la gente sufra de mil maneras diferentes? Así que nos ha encerrado en un círculo: tenemos miedo a sufrir, y sufrir es la prueba de que Dios no nos quiere, porque si nos quisiera no dejaría que sufriésemos”.

Salgo de ese círculo enfermizo que me hace daño. Dios me quiere con locura. Y mis dolores son consecuencia de mis límites, de mis debilidades.

Me siento torpe y clamo a Dios para que me oiga. No me aparto de Él. Sigo sus pasos. Él puede sostenerme, aunque en medio de la oscuridad me cuesta verlo. Alabo a Dios por su presencia, por la paz que despierta en mi alma.

Las dificultades verdaderas del camino me hacen ver con claridad lo que es importante y lo que no. ¡Cuántas veces he sufrido por nimiedades! Se frustran mis planes y sufro. No obtengo lo que deseo, y lloro.

Cuando me enfrento con dolores de verdad, con el sufrimiento escrito en la carne, con sangre, con dolor hondo, entonces comprendo que Dios puede salvarme ahora. Comienzo a valorar mi vida en lo importante, en lo decisivo.

Es fruto de ese proceso de maduración que necesita el alma. Mirar la vida en su verdad y volver los ojos al cielo, lleno de estrellas. Dirijo mi mirada al cielo con una oración que encontré el otro día:

“Llueve fuera y hace frío. Estoy solo en medio de mi invierno. Te miro Jesús oculto en mi noche de estrellas. ¿Te vienes a mi vida y quedan fuera el miedo y el frío? Encenderás el fuego de mi alma y calmarás mis miedos. Llenarás mis vacíos y dirás mi nombre. Para que no me duela, para que sólo llore contigo. Gracias Jesús”.

Me conmueve. Miro a ese Jesús que aguarda a la entrada de mi alma. El frío queda fuera cuando Él entra y colma mis vacíos.

Y siento la nostalgia de los niños evocando el verano, las playas y las risas. Y sonrío. Con la paz del que sabe que todo está perdido y ganado al mismo tiempo. Que todo está en paz y la victoria es de Aquel que me ha dado la vida.

¿Cómo no voy a sonreír cuando oigo su voz y distingo sus pasos en medio de las estrellas, sobre la arena de la playa que conduce al mar? Decía santa Teresita:

“Es verdad que, a veces, el corazón del pajarito se ve envuelto en la tormenta. Le parece no creer que exista otra cosa que las nubes que lo rodean: es el momento de la alegría perfecta para la pobrecita y débil criatura. ¡Qué dicha quedarse ahí a pesar de todo, no apartar la mirada de la luz invisible que se sustrae a su fe!”.

Se calman mis miedos reales en Jesús. Se calma mi dolor verdadero. Él me mira y pone las cosas en su sitio dentro del alma. Tengo paciencia para dejar que su amor arregle mis roturas.

Y descanso en Él que comprende muy bien mis sentimientos. Esos que yo mismo no entiendo. Y me quedo tranquilo mirando el cielo. Él conoce el alma humana y sabe reconocer mi dolor como parte del suyo. Me consuela, me levanta.

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