Hay un verdadero amor, una verdadera amistad, una verdadera intimidad, con una persona a la que puedo ver y tocar en la Iglesia
Dicen que el signo de los tiempos es gritar: “Cristo, sí; Iglesia, no”; pero a mí eso me parece tan inverosímil como decir “quiero al alma de mi madre, pero a mi madre no”. Y lamento no entender a quienes la insultan o desprecian “en nombre del Evangelio” o a quienes parecen sentirse avergonzados de su historia y piensan que solo ahora o en el futuro vamos a construir la “verdadera y fiel Iglesia” (José Luis Martín Descalzo).
Hablar bien de la Iglesia o quererla, no es un tema que esté precisamente de moda. Nos pasa incluso que dudamos de ser católicos porque dudamos de la Iglesia. Nos preguntamos: ¿Puedo confiar en ella? ¿Estoy dispuesto a ser parte de algo tan defectuoso?
A más de uno estas preguntas lo han llevado a pensar: ¿Qué pasa si me voy de la Iglesia? ¿Cómo sería mi vida si me fuera?
Por lo menos a mí, hacerme esta pregunta me aterrorizó. Supongo que podría sobrevivir sin mi fe, pero no quiero hacerlo. No quiero abandonar el espacio donde soy auténtica y donde lo he sido siempre. No quiero tirar la profundidad de la tradición, del misterio y de la teología. No quiero perder los sacramentos…
Pero, yendo más al fondo, lo que realmente me mantiene aferrada a ella, es que no puedo imaginar una vida sin mi relación con Jesús.
Hay un verdadero amor, una verdadera amistad, una verdadera intimidad con una persona a la que puedo ver y tocar en la Iglesia.
En este punto hago mías otras palabras de Descalzo:
“Pero –me dirá alguien– ¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al Evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no sientes al menos “nostalgia” de la Iglesia primitiva? Si, claro, siento nostalgia de aquellos tiempos en los que –como decía san Ireneo– “la sangre de Cristo estaba todavía caliente” y en los que la fe ardía con toda viveza en el alma de los creyentes. Pero ¿es que hubiera justificado un menor amor la nostalgia de mi madre joven que yo podía sentir cuando mi madre era vieja? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?”.
También sería injusto invalidar mis experiencias reales de Cristo a través de la Iglesia. Mi historia no se volvió menos cierta debido a sus fallas. Mi historia con Jesús es real y ha sido en la Iglesia. Tengo que reconocer eso.
Pero, aun dando razón de esto, es verdad que a veces, me cuesta amarla.
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De vez en cuando solo me enojo y reniego, pero otras veces -cuando soy humilde- voy y se lo digo al Señor; y Él después de un breve silencio me responde: “bueno a mí no me cuesta amarla porque tú eres la Iglesia”. Y esto me parece totalmente lógico.
Hoy, la opción por quedarme en ella no se parece a quedarme cómodamente en mi casa, se parece más a elegir volver a mi casa todos los días.
La realidad es que ésta no es la primera vez que nos lastimará la Iglesia y no será la última. Si no es un escándalo de abuso sexual, es racismo, son chismes de grupos juveniles, es polarización, es sexismo, es condena, es rechazo.
Y cuando se está herido, la tentación es huir, pero la herida no se cura con rechazo e indiferencia. Se cura con total honestidad y lucha. Se cura a través de la aceptación de la fragilidad, ofreciendo arrepentimiento y amor. Y la primera que tengo que hacerlo soy yo.
Jesús nos demuestra todos los días que no está preocupado por la eficacia de su Iglesia. Él está preocupado por caminar con nosotros, por acompañarnos en nuestras alegrías y nuestros dolores, en cargarlos con nosotros.
En la cruz, Jesús sabía que su Iglesia iba a cometer los actos diabólicos más impensables, pero se queda, da la vida por esa Iglesia. Elije y elije el amor, la redención y la transformación.
Y esa es mi llamada y mi respuesta también.
Amo a la iglesia porque Dios ama a la iglesia. Por esa razón me enojo, pero también, por esa misma razón, me quedo.
“Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas, con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos, con su túnica llena de pecados y manchas. Amo a sus santos y también a sus necios. Amo a la Iglesia, quiero estar con ella. Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos, cansada de amamantamos siempre, un poquito arrugada de parir sin descanso. No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja nos lleven a otros puertos. Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos tuyos, sino tu sangre derramada al traemos. Por eso cada arruga de tu frente nos enamora y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno. Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre, no esperarnos palacios, ni banquetes, sino esta casa, esta madre, esta piedra donde poder sentarnos” (José Luis Martín Descalzo).