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Sigues siendo mi madre, en el cielo

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 10/05/19
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Estamos unidos ella y yo, de una forma sagrada, por un hilo invisible que Dios sostieneMiro conmovido el amor de una madre. Miro su entrega, su cuidado. Miro su verdad y su paciencia. La miro a ella en el jardín de mi infancia, de mi vida. Llena de recuerdos.

¿Qué tiene ese corazón de una madre que se ata al mío, que soy su hijo? Estamos unidos ella y yo, de una forma sagrada, por un hilo invisible que Dios sostiene. Leía el otro día una reflexión que me dio qué pensar:

“Y llega un día en que te escuchas hablando como ella, cocinando como ella, regañando como ella, cantando como ella, enseñando como ella, escribiendo como ella, llorando como ella. Y con cada paso vas entendiendo todo lo que alguna vez criticaste. Y entiendes los límites, los retos, las preocupaciones, los miedos. Y agradeces que estuvo ahí, acompañándote de cerca, cuidando, vigilando. Y agradeces sus desvelos, sus sacrificios, su tiempo. Llega un día en que te miras al espejo y la ves. Porque unos meses estuvimos dentro de ella, pero ella siempre va a estar dentro de nosotros”.

Pensaba en mi madre. En su presencia constante. En sus luchas y renuncias. Pensaba en su risa. En su capacidad para aguardar paciente mis ausencias. Para besar mis sueños velando mientras dormía.

Vienen al corazón sus palabras y sus silencios. Su mirada cómplice. Su cariño desmedido. Brotan en mi memoria sus historias repetidas tantas veces. Sus tristezas y alegrías.

Vienen al corazón su paso firme, no muy rápido. Su capacidad para saborear un postre. Su amor al chocolate. Su miedo al volante. Su disponibilidad para ponerse en camino cuando había por delante una aventura. Sin mirar la hora. Sin guardar los tiempos.

La miro feliz en casa, haciendo hogar con su presencia. La veo abrazarme cuando más la necesitaba y sostenerme cuando yo solo no me valía. Y yo retenía su mano, siendo niño, siendo hombre. Y ella se dejaba la vida junto a mí, para que no estuviera solo.

Recuerdo sus lágrimas en mi ausencia. Y su deseo de compartir conmigo mis sueños y proyectos.



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Me detengo ante ella cuando ya no controlaba su vida, queriendo hacerlo. Y entonces me pongo en sus zapatos para ser yo madre, para cuidar sus miedos, para sostener sus pasos frágiles que apenas avanzaban.

Ahora yo más madre. Y ella ahora más hija. Y los dos caminando por un camino estrecho de la vida. Con horizontes amplios y nostalgias infinitas.

Y sostengo sus manos cansadas por el tiempo. De tanto cuidar, amar, vestir, vivir, curar, velar. Sus manos firmes y suaves. Sus manos blancas, puras, llenas de recuerdos. Y sostengo sus ojos azules que me hablan del cielo pintado sobre el mar. El cielo de mi alma. El mar de mis anhelos.

Y navego por ella como por mi historia santa. Recordando el día en que dejé alejarse su último aliento. Era un día cualquiera, del mes de María.

El mismo día en que Ella, mi otra Madre, vino a buscar a mi madre, para llevársela con Ella, sin pedirme permiso. Ese mismo día en que vertí mil lágrimas, junto a ella, sorprendido. Incontinente mi alma. Dejando escapar un río de nostalgias, y de cielo azul en un suspiro eterno. En recuerdos que en cascada vertía mi corazón herido.

¡Cómo olvidar tanto cielo dibujado en su rostro! Ese último aliento. Esa última mirada. Ese último abrazo sorpresivo…


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Y ahora sí, al mirarme al espejo, la veo a ella. Sigue viviendo. En el recuerdo sagrado que llevo dentro. Porque al fin y al cabo sé que nunca me deja solo.

Y me enseñó con su vida lo que Mía Couto dice en un poema: “Lo importante no es la casa donde vivimos. Sino donde en nosotros, vive la casa”.

Y sé que ella está en mí. Vive en mí. Porque es mi casa. Mi hogar más verdadero. Mi tierra más profunda. La raíz de mi vida que nunca deja de aventurarse en lo hondo de la tierra. De alargarse en lo más profundo del cielo. De sumergirse en lo más sagrado del mar. En medio de mil recuerdos que se sostienen en mi espejo. Mientras me miro en ellos y la veo a ella, dentro de mí, cantando.

No sería yo sin esa vida vivida junto a ella. Sin tanto amor derramado. Ella sigue siendo en mí la misma niña que soñó Dios un día.

Guardo en mi alma sus palabras sagradas. Sostengo en mi corazón su mirada tan pura. Y sé que siendo niño, soy hijo. Y ella sigue siendo madre cuidando mis noches. Para que no tenga miedo. Porque la llevo dentro. Y ella, no sé bien cómo, me lleva dentro de ella, en algún lugar del cielo.


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