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Cómo aprender a no frustrarse por las malas notas de los hijos

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Ricardo Sanches - publicado el 04/05/19
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Un padre da la receta

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Yo siempre fui el alumno que todo padre y todo profesor quisieran tener. Prestaba atención a las clases, estudiaba bastante e, invariablemente, sacaba buenas notas. Me gustaba (y me gusta) estudiar. Siempre tuve la certeza de que mi futuro dependería de los estudios.

Y eso es lo que he querido transmitir a mis hijos. Leo todos los días con mi hijo más pequeño, de un año. Hice lo mismo con el mayor, de 11 años. También lo matriculé en una de las mejores escuelas de la ciudad, aunque eso exigió un cierto esfuerzo financiero. Pero como diría mi padre, “educación es inversión”.

Sin embargo, de un tiempo para acá, mi hijo comenzó a aparecer con notas bajas. Aprobó justo en Lengua (¡mi asignatura favorita!). Su bajo rendimiento me dejó frustrado, por no decir revuelto. Me sentí aún peor cuando recibí el mensaje del coordinador de la escuela diciendo que mi hijo tendría que hacer clases de refuerzo para las pruebas de recuperación.

Fue ahí donde empecé a pensar: “Nunca di un disgusto así a mis padres … ¿Cómo mi hijo que sólo hace que estudiar en la vida y que ve nuestro esfuerzo para pagar la escuela no me corresponde?”

Tardé unos días, pero reconocí mi error. Pedí perdón a Dios por pensar así. Después intenté entender lo que estaba pasando, en lugar de castigarle, pelear y gritar.

Hablé con mi hijo, a fin de descubrir si pasaba por algún problema que impactaba en los estudios. Pero no descubrí nada anormal, excepto las dificultades cotidianas con algunas disciplinas.

Fui, entonces, por otro camino: hablé con la escuela sobre su comportamiento en el aula. Por allá, todo normal también.

Después de eso, resolví que, sí, debía preocuparme por el rendimiento escolar de mi hijo. Esto, sin excesos, es saludable y es responsabilidad de los padres. Pero aprendí, sobre todo, que su desempeño no tenía que frustrarme. ¿Cómo llegué a esa conclusión (nada fácil para mí)? Pensando en estos cuatro factores importantísimos:

1. Mi hijo no es igual a mí. Gracias a Dios, somos todos diferentes, cada uno con sus características que se complementan y forman una familia. Él incluso, es mejor que yo en muchos aspectos (en el fútbol y en la facilidad de hacer amigos, por ejemplo). Entonces, ¿por qué debo exigir de él un comportamiento y un rendimiento escolares iguales a los míos?

2. La nota de un examen no lo es todo. Las notas son, en parte, el retrato de un momento. Por supuesto, si el niño se prepara bien y no se pone nervioso, la oportunidad de lograr una nota alta es mayor. Tengo amigos inteligentes que se quedaron cinco años haciendo cursos para conseguir pasar el examen final, pues, en la hora del examen, tenían el famoso “blanco”, o sea, olvidaban lo que habían estudiado. Por otro lado, también tengo amigos que eran pésimos alumnos, que sólo sacaban notas bajas y, hoy, son profesionales brillantes.

3. La presión no conduce a nada. Creo que, en parte, soy culpable por el desempeño de mi hijo. Siempre he exigido buenas notas. Pero ahora sé que esa presión por el alto rendimiento molesta más de lo que ayuda.

4. Los desafíos también son oportunidades. Hay áreas del conocimiento con las que lidiamos con más facilidad, otras no tanto. Y los desafíos no son un bloqueo del desarrollo, sino oportunidades que, si bien explotadas a través de revisiones y refuerzos, llevan al crecimiento intelectual.

En fin, después de procesar todo esto, me siento más fuerte para ayudarle en los próximos desafíos (sin presión y sin frustración). Y así es como voy a motivarlo: reconociendo sus dificultades y esfuerzos, respetando sus límites, poniéndome a disposición y amándolo. ¡Siempre!

P.D.: A final de curso, espero que sus notas mejoren…

 

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