Tiene la felicidad más de gratuidad y menos de deberes. Más que el pago por lo que hago la vida es un amor que se entrega y sólo espera recibir amor como don.
No lo consigo. Espero que me paguen por mi vida entregada. Quiero que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don se me olvida.
A cambio me lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida casi todo es gratis. Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con alegría sin esforzarme por ello. Leía el otro día:
“Pobreza espiritual es volverse hacia Dios para recibir sin medida y hacia los demás para dar sin llevar la cuenta. Recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente”
Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre para poder llenarme estando vacío. Para que no me sienta con derecho a poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi historia sagrada es gratuidad.
Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto me cuesta agradecer y darme cuenta de que todo lo que tengo es don!
Se me llena la boca clamando por mis derechos. Me creo que es justo recibir lo que recibo. Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga la obligación. Ni debo nada a nadie. No entiendo la gratuidad.
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He recibido dones que se convierten en tarea en mi vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en la vida, mis talentos, son pagados.
Incluso me llegan a pagar por publicar mi vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo exijo el pago. Y no doy mi don cuando no me pagan por ello. No acabo de entender la gratuidad.
Me creo con derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es un don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis capacidades. Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don.
Y yo lo vendo, lo alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender la gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu.
“La pobreza espiritual es la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente. No estar centrado en sí mismo, sino solo en Dios”[2].
Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a más de lo que recibo.
Quiero seguir a Jesús, pero demando recibir el ciento por uno. Que me den más de lo que he ofrecido. Tengo derecho. Mis derechos van por delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo avaricioso.
A veces el que más tiene es el que más acumula. Es pobreza en el fondo. Pero de esa pobreza que enferma el alma.
Yo quiero la pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo que posee, temiendo momentos malos en el futuro. Ese que se desgarra amando y sirviendo. Del que no vive con miedo a quedarse vacío.
Esas personas me sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una necesidad actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Seguro que es así como se cambia el mundo.