Tiene la felicidad más de gratuidad y menos de deberes. Más que el pago por lo que hago la vida es un amor que se entrega y sólo espera recibir amor como don.
No lo consigo. Espero que me paguen por mi vida entregada. Quiero que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don se me olvida.
A cambio me lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida casi todo es gratis. Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con alegría sin esforzarme por ello. Leía el otro día:
Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre para poder llenarme estando vacío. Para que no me sienta con derecho a poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi historia sagrada es gratuidad.
Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto me cuesta agradecer y darme cuenta de que todo lo que tengo es don!
Se me llena la boca clamando por mis derechos. Me creo que es justo recibir lo que recibo. Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga la obligación. Ni debo nada a nadie. No entiendo la gratuidad.
He recibido dones que se convierten en tarea en mi vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en la vida, mis talentos, son pagados.
Incluso me llegan a pagar por publicar mi vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo exijo el pago. Y no doy mi don cuando no me pagan por ello. No acabo de entender la gratuidad.
Me creo con derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es un don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis capacidades. Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don.
Y yo lo vendo, lo alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender la gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu.
Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a más de lo que recibo.
Quiero seguir a Jesús, pero demando recibir el ciento por uno. Que me den más de lo que he ofrecido. Tengo derecho. Mis derechos van por delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo avaricioso.
A veces el que más tiene es el que más acumula. Es pobreza en el fondo. Pero de esa pobreza que enferma el alma.
Yo quiero la pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo que posee, temiendo momentos malos en el futuro. Ese que se desgarra amando y sirviendo. Del que no vive con miedo a quedarse vacío.
Esas personas me sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una necesidad actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Seguro que es así como se cambia el mundo.
Pero me cuesta vivir de esa manera. Con esa libertad interior, y esa pureza en la mirada. Con esa paz en el alma. Me gustaría vivir la vida como un camino de desprendimiento de mis derechos y exigencias. Leía el otro día:
La pobreza de Jesús
Jesús me enseña el camino de la gratuidad. Se da por entero. No se guarda nada para Él. Ni piensa en su bienestar, ni en su salud. No calcula su tiempo. No mide sus derechos.
Es desprendido de todo mientras camina hacia la cruz. En el desierto anticipa lo que luego será su vida amando hasta el extremo. No tiene donde reposar la cabeza.
Y su entrega gratuita no es comprendida ni aceptada. No lo siguen por lo que Él es sino por lo que da a los que no tienen. ¡Qué pobreza tan grande!
Se vacía por amor y a veces recibe a cambio desprecio, odio, indiferencia. Quiere enseñarme a amar como Él ama y yo me resisto, porque quiero ser poderoso y recibir mucho a cambio de poco.
Vaciarse para llenarse
Me he acostumbrado a los criterios del mundo. Tengo que pagar para obtener lo que quiero. Y me tienen que pagar si quieren recibir lo que yo poseo.
Es la paradoja del cristianismo. Me vacío para llenarme. Me doy para encontrarle sentido a mi vida. Así de sencillo. Así de difícil.
Me cuesta vivir con gratuidad. Sin llevar cuentas del mal que recibo. Sin exigir recibir por cada gota de amor que entrego.
Le pido a Dios aprender a ser más pobre, más libre, más de Dios. Más como ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos.
No quiero atesorar bienes en la tierra sino en el cielo. Ni quiero guardar para mí cuando muchos a mi lado pasan miserias. No quiero vivir seguro en los bienes que me sostienen.
Me grabo en el alma la palabra gratuidad. Todo es don. Lo que recibo. Lo que doy. No tengo derecho a nada en la vida. Todo es misericordia. Si lo entendiera así sería mucho más feliz, sería más niño, sería más libre.
Descubre la visión cristiana de la pobreza a través de estas inspiradoras frases de la Biblia: