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¿Te ves en necesidad? Ella puede ayudarte

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Andreas SOLARO / AFP

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/03/19

La Virgen María es Madre, es educadora, es reina cuando le entrego mi impotencia

Me gusta iniciar el camino de la Cuaresma de la mano de María. No sufrió Ella sólo cuarenta días. Fueron muchos más.

El dolor más hondo de María. El abrazo de Jesús muerto en su regazo. El fracaso humano de su hijo, el hijo de Dios. Albergando la esperanza de la vida eterna en su seno. Soñando con el imposible de volver a verlo en la tierra. Sin miedo cuando todo parecía desmoronarse.

¡Cuánto dolor en el pecho de María! ¡Cuánta soledad y cuánta angustia! Y el miedo tan humano, tan verdadero. ¿Cómo no temer cuando todo se ha perdido?

Ella conservaba la fe y la esperanza. No dudaba de su Hijo al que amaba tan íntimamente. Pero los hechos hacían pensar otra cosa.

María vivió su via crucis, su Calvario. El dolor desgarrado de una Madre. El silencio sobrecogedor entre lágrimas. María estaba firme al pie de la cruz. Guardaba silencio ante tanta violencia. Sin gestos. Sin palabras.

“La madre de Dios ama a un Dios que no hace ruido y que consume la violencia humana en el fuego de su amor misericordioso”[1].

Yo también quiero amar a ese Dios del silencio. Me gusta su calma. Su misericordia infinita.

María vive como vive el Dios al que ama, como el Hijo al que adora. Abraza también en silencio. No hay gritos en sus labios. Ni gestos de furia impotente.

No hay deseo de venganza. Ni rencor. Sólo perdón y misericordia. Es el mismo Dios al que ama. Como yo que amo a ese mismo Dios.

Pero me siento pequeño al comenzar mi camino hacia el Calvario. A menudo siento rabia y deseos de venganza. No soporto las injusticias, ni los gritos, ni la maldad.

Hoy me detengo a mirar a María. Leía el otro día: A tu lado María me gusta ser pequeña. Acercarnos a Ella y aprender a amar nuestra pequeñez. La ternura de María y su sonrisa nos animan[2].

María es Madre, es educadora, es reina cuando le entrego mi impotencia. Me enseña a amar como Ella ama. Me enseña su ternura, su delicadeza, su respeto.

Me enseña a guardar silencios y a acoger callando. Me enseña a admirar amando y a amar sirviendo. Quiero mirarla a Ella al comenzar estos cuarenta días.

Ella se hace firme al pie de mi cruz sujetando en sus manos el cáliz con la sangre de su Hijo. Nada se puede perder. Ella permanece firme sin temer la muerte.

María ama como Madre. Ama con un corazón grande, con ternura, con una sonrisa. Me sostiene a mí para que aprenda a sostener mis pasos.

Me vuelvo niño pequeño en su regazo consciente de mis límites: “Cuando en lugar de hablar de ser niñohablamos de ser pequeños, la mirada psicológica vuelve al primer plano. Con pequeñez de niño nos referimos a la encantadora humildad del niño”[3].

Me veo pequeño a su lado. Me veo necesitado. Menesteroso. Me gusta mirar a María al comenzar la Cuaresma para sentir su fuerza. Doy los primeros pasos de su mano de Madre.

Me gusta mirar a María como la mira el padre José Kentenich: “Si hemos puesto nuestra vida a entera disposición de María, ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros: su brazo poderoso, el brazo de su omnipotencia suplicante, el Niño en sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el Ave, en sus labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón”[4].

María lleva en sus manos a Jesús. Lleva el Espíritu Santo en forma de lengua de fuego. El Fiat en su corazón. La gratitud del magníficat en su alma. El dolor de la cruz en su corazón herido.

Miro a María para que me enseñe a dar la vida como Ella. Y me enseñe a agradecer, a ser generoso. Soy instrumento dócil en sus manos.

Me dejo llevar por Ella para cambiar el mundo: María actuará, pero no sin nosotros. Queremos colaborar. Precisamente esa idea de la colaboración dio pie al Capital de Gracias. Nada sin nosotros. No sólo debemos nutrirnos del Capital de Gracias, sino multiplicarlo”[5].

Vengo al santuario a entregarle a María mi vida. Es mi ofrenda. Nada sin mí, sin mi sí, sin mi entrega, sin mi vida puesta a su servicio.

Necesito decirle que sí con mi Fiat. Y agradecerle su abrazo constante con mi magníficat. María me salva en medio de las dudas y los miedos. Me salva, me utiliza porque soy su instrumento.

Sin su poder no puedo hacer nada. Su brazo fuerte. Su misericordia infinita. En su silencio me sumerjo para guardar silencio. Pero no me desentiendo de la vida. Puedo dar más, ser más generoso.

Cargando con mi cruz me convierto en instrumento de paz, de sanación para los que cargan a mi lado.

Miro su confianza ciega en Jesús. La miro a Ella porque deseo tener una mirada pura, un alma inmaculada, un amor profundo y cálido. Es lo que quiero. En sus manos puedo.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[3]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[4] De Andraca, Rafael Fernández. Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios

[5]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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