Para qué y cómo recordar lo que has vivido
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El otro día me quedé mirando mi viejo reloj de cuco. Siempre da las medias y las en punto. Con una fidelidad impresionante.
Abre la puerta y canta. Y observa su entorno guardando muy dentro los segundos pasados, los minutos y las horas.
Con esa cadencia eterna del que vive observando la vida que pasa ante sus ojos. Sin querer cambiarla.
Abro la puerta del cuco buscando recuerdos guardados. ¿Cuántos momentos habrá retenido que yo ya he olvidado? Tantos años pasados…
Quiero sumergirme en su memoria eterna y navegar por ella. Me adentro en las imágenes que fluyen de un lado para otro evocando un pasado lejano, cuando yo era niño.
Mi viejo reloj de cuco ya casi olvidado. Me trae a la memoria tantas historias que marcaron mi vida. Mis risas y mis llantos. Abrazos y palabras. En un mar hondo e inmenso que no quiero que se pierda en un olvido lento.
Mi viejo reloj de cuco. Guarda en su interior palabras que había olvidado. Escenas llenas de sueños. Y cantos que me dan vida.
Sin pretender ser nostálgico asumo que soy un montón de recuerdos prendidos en mi alma. Vivo en ellos y a partir de ellos.
No me entiendo sólo en un presente sin raíces. O en un futuro lleno de promesas. Soy esa historia sagrada tejida en manos amigas. No quiero olvidarla.
Una historia de corazones que se abrieron y rompieron para darme la vida. No me deshago de ellos, no los olvido. Porque son míos. Algunos duelen. Otros alegran el alma.
Como dice el padre José Kentenich, quiero “nadar en las misericordias de Dios, repasar gota a gota todo ese mar de misericordias divinas. Mi ocupación favorita será exclamar siempre: – ¡Cuánto me amas, Dios mío! ¡Me amas como a las niñas de tus ojos!”[1].
Miro mi historia oculta en mi reloj de cuco. Y me admira ver tanto amor de Dios guardado dentro. Ha tenido Él misericordia. Me ha querido. Me ha buscado.
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No quiero dejar de agradecer tantos recuerdos. Tocarlos con algo de nostalgia. Dejarlos ir de vez en cuando para centrarme en el presente y soñar con el futuro.
Quizás por eso aprendo a dejar fuera de mí cosas y objetos viejos que ya no siguen conmigo. Me desprendo de todo lo que me pesa.
Pero me quedo feliz con la patina que los años dejaron en ellos. Las historias guardadas en sus entrañas y que mi viejo reloj de cuco desgrana con su tono monocorde.
Soy hombre con memoria. No me olvido de mi historia. La pongo ante Dios conmovido. Voy pisando en tierra firme dejando huellas que no se desvanecen.
A veces me duele descorrer el velo que cubre mis heridas, mis caídas, mis errores. Pero lo hago con respeto infinito. Acariciando el alma rota que sangra y llora. Y dejo que Dios con su mano calme mis angustias.
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Otras veces me detengo conmovido al ver la vida, la alegría, la paz, el descanso. Momentos que quisieron ser eternos. El mismo paraíso perdido aquí en la tierra.
Todo forma parte de mí. Lo que me duele y lo que me alegra. El viejo reloj de cuco lo canta todo. Los segundos de paz. Los segundos de guerra.
En su ritmo cadencioso, regular, siempre el mismo. Sin prisa. Sin pausa. Recorre la piel de mi tiempo desgranando los días.
Y yo quiero vivir con cada cuco. Con cada sonar de horas en punto o y media. Y sonrío recordando rostros. Miradas profundas en lugares grabados en mi alma, muy dentro.
Y sé que desde ahí parto siempre de nuevo. No me dejo retener por lo que me pesa. Más bien me tomo en serio la vida que tengo por delante.
Puedo recorrer caminos nuevos. Andar nuevas rutas. Construir catedrales cargando piedras. Puedo decir las palabras no dichas. Y callar con cariño ante el dolor ajeno.
Puedo inventarme horas nuevas llenas de vida. Con la alegría del niño que comienza a latir cada mañana de nuevo.
Desalojo mi casa para albergar más vida. Nuevos sueños. Y me siento muy niño. Naciendo desde dentro. Con la esperanza dibujada en mis ojos puros. Un día lo fueron. Hoy vuelven a serlo.
Y no temo el mañana que aún no canta mi cuco. Lo miro con pasión, sin miedos, sin perezas. Lo miro y lo descubro caminando muy quedo.
De dentro hacia fuera, como todo en la vida. Porque lo que de verdad importa surge dentro del alma. Y se hace carne en mis manos. Amor, sonrisa, abrazo, canto.
Y continúo escribiendo a la luz de la luna. Repasando callado las horas ya cantadas. Los minutos ya idos.
Y voy hacia delante, porque volver no puedo.
Sólo quiero comenzar mi vida otra vez. Siempre de nuevo.
Con la alegría de los niños que lo han entregado todo. Sin miedo a nada. Con valor, con audacia. Nada temo.
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[1] J. Kentenich, Niños ante Dios