Es posible volver a soñar, volver a reír, volver a amar, volver a abrazar, volver a caminar mirando estrellasNo sé muy bien qué tengo que hacer para cambiar mi forma de pensar. Parece tan sencillo…
Me lo dicen con frecuencia: “Piensa esto y te irá mejor. Deja de pensar de esta forma que te hace daño. Olvida esos pensamientos negativos que te atormentan. No te atasques en pensamientos enfermizos que te envenenan el alma”.
Y yo me esfuerzo por cambiar los pensamientos. Porque sé que de lo que pienso surgen emociones.
Muchos miedos nacen con esas ideas anidadas en el alma. Muchos complejos están construidos a partir de pensamientos milenarios, porque me parece que siempre han estado dentro de mí, guardados.
Me dicen que cambie mi forma de pensar. Me lo propongo. Aprieto los puños y comienzo un nuevo camino. Fijo los ojos en la meta que deseo alcanzar. Lucho, me esfuerzo, lo intento.
Pero siguen golpeando la puerta de mi alma pensamientos antiguos que me matan por dentro.
Porque son las creencias limitantes de los que tejieron mi vida. Y me hicieron creer que yo no podría avanzar. No podría ser mejor que nadie, que ellos mismos.
No quiero dejar de pensar que puedo lograr cosas imposibles. ¿Qué es imposible? Tal vez esos sueños que otros me dijeron que no eran realistas.
El otro día leía en Pinceladas conscientes: “Como no sabía que era imposible, lo hice”. No sabía que era imposible. La ignorancia siempre es atrevida. Y los pensamientos limitantes no me dejan crecer.
De pequeño pienso que todo es posible. Los Reyes magos entrando por la ventana de mi cuarto. Correr a doscientos por hora sin caerme. Volar las más altas cumbres.
De pequeño, miro a mi padre, y creo en lo imposible. Luego me vuelvo prudente. O me hacen creer que la prudencia es dejar de soñar con lo imposible. Mejor atenerme a lo de siempre. Al mismo corte de vida que otros han logrado. Al fin y al cabo, si otros no han hecho cosas imposibles, ¿por qué yo voy a ser especial?
Sigo soñando. Cuando no sé que algo que me propongo es imposible, no tengo frenos en mis pensamientos. No temo hacer la locura de emprender un camino que parece intransitable.
Mi fortaleza es creer que puedo más de lo que me dicen que puedo. Pero yo me quedo atascado en imposibles que no pueden ser. Porque son pasado.
Comenta un mago muy conocido, el Mago Pop: “Mi vida cambió cuando dejé de pensar en lo que era imposible, y empecé a pensar en lo que era posible”.
Cambió su forma de pensar cuando dejó de vivir atado al pasado, a las frustraciones vividas. Es posible volver a soñar. Volver a reír. Volver a amar. Volver a abrazar. Volver a caminar mirando estrellas.
Es posible andar sin tener los ojos fijos en el pasado. Puedo cambiar si dejo de lado tantas creencias limitantes que atan mis brazos y encadenan mis pasos. Sonrío.
Tal vez es que ya no veo imposibles. O no me fijo en ellos. Y tomo en mis manos los posibles que Dios me regala. Son tantos…
Miro a Dios con los ojos renovados. Aparto mis pensamientos negativos. Miro fijo a los ojos de Jesús. Creo en su poder. No en el mío.
Leía el otro día: “Todo el significado de la vida espiritual está en experimentar la imposibilidad humana y la posibilidad divina. Sólo así se convierte uno en adulto en la fe. Mientras pretende hacerlo todo solo de forma voluntaria es un preadolescente en crisis de identidad. Se deja llevar por la mediocridad porque, total, no hay nada que hacer, envejece antes de tiempo y mal”[1].
No quiero quedarme en la adolescencia del joven que pretende llegar solo al final del camino. No quiero ser un viejo que ha dejado de creer que muchos imposibles pueden llegar a ser posibles.
Miro al cielo lleno de estrellas.
Yo solo no puedo subir tan alto. No puedo alcanzar las cumbres que me superan. No puedo hacer tantas cosas porque Dios no me ha dado esos talentos. Pero puedo hacer muchas otras.
En lugar de llorar sobre la leche derramada, comienzo a construir un nuevo camino. Un nuevo hogar. Un nuevo sueño. Un nuevo paraíso.
Me ilusiono. Y creo. Dejo de lado todos los pensamientos limitantes que me hacen daño y no me dejan sonreír.
[1] Amadeo Cencini, La hora de Dios