Es posible confiar en Dios pase lo que paseNo sé por qué suelo ser tan desconfiado. No me fío de los extraños. Los miro con sospecha. Temo que me roben, me asalten, me engañen. Mi alma desconfía de lo desconocido. Creo que todo puede salir mal.
No me arriesgo a recorrer caminos oscuros e inciertos. Temo que no salgan bien las cosas. Busco las certezas de lo conocido en lugares nuevos. Sueño con ese hogar donde las raíces estén firmes.
Desconfío de las rutas inciertas y desconocidas. No me fío de los valles oscuros que recorro. Mi alma teme lo nuevo, lo que implica algún riesgo. No le agrada la noche. Busca la luz del día.
¿Cómo le voy a pedir a mi alma que confíe en Dios ciegamente en medio de la tormenta? Me resulta imposible. Se agarra con pies y manos a la vida que controla. No suelta, no cede.
¿Por qué se empeña Dios en decirme que no tema y confíe? Como si fuera fácil… Las fibras de mi ser están enredadas en la tierra. Como raíces firmes que dan seguridad al nuevo día.
En cuanto pierdo el suelo firme me mareo sobre aguas turbulentas. Me vence el viento. No sé caminar seguro. ¿Cómo se vive la vida con santa indiferencia?
En mi piel humana no cabe tanto descontrol. Desconfío. Me gustaría creer que Dios permite en mi vida caminos que me harán pleno.
Pero me da miedo el dolor posible, el sufrimiento que pueda llegar. Para mi vida deseo una autopista ancha por la que yo pueda caminar tranquilo. Y me asustan las decisiones que me abran a posibilidades nuevas y peligros inminentes.
El 20 de enero de 1942 el padre José Kentenich se vio ante una decisión muy difícil. Estaba detenido por la Gestapo en Coblenza. Había sido designado para ir al campo de concentración de Dachau.
Había una única opción de ser descartado para ir si se sometía a un nuevo examen médico por sus problemas de pulmón.
Tenía que tomar una decisión fácil en apariencia. Podía optar por agotar las vías humanas para evitar el peligro de un campo de concentración que le podía conducir a la muerte.
Era una opción moralmente lícita. Sólo el dictamen de un médico lo separaba de la libertad. Ese día 20 de enero era la fecha límite para solicitarlo.
Lo explica él así: “¡Cuán difícil fue la decisión para mí! Desde la ventana de la torre las miradas suplicantes y desde todas partes las peticiones que me llegaban por escrito para que diese el paso de ir al médico. Sí, esa fue una dura lucha. Entonces se hizo vivo en mí el convencimiento: – No, esto no lo puedo hacer. Fue un salto mortal para mí y, con ello, un salto mortal en cierto sentido para la Familia misma. Iba de un lado para otro en la celda y sabía: – No lo debo hacer. Un acto simple y, sin embargo, todo dependía de él. Dejé pasar el plazo convenido para la decisión y, con ello, la decisión estaba tomada”.
El Padre ve claro que no tiene que recurrir a esta posibilidad. Confía en que Dios conduce su vida. No está solo. Su vida está unida a la de toda la familia de Schoenstatt. Sabe además que sea cual sea el camino, todo va a ser un bien para él y para la familia. Acepta la renuncia de su libertad.
¿Cómo se puede educar el corazón en la santa indiferencia? ¿Cómo se atan el corazón y los afectos al corazón de Dios para confiar siempre pase lo que pase?
Su sí a Dios esa noche es un sí confiado y firme. Acepta lo que Dios quiera. Lo que Dios permita.
¿Cuando venga el dolor yo estaré preparado para ello? Creo que nunca estaré preparado para sufrir. Por eso me cuesta confiar.
La confianza es un don que pido cada mañana. Sé que la piel de mi cuerpo se resiste el dolor y teme los futuros inciertos. Desconfía de posibles dolores en los que pueda perder lo que hoy me alegra y da paz.
Desconfío del camino difícil frente al ancho. Prefiero la opción fácil no la difícil. La autopista antes que el camino con curvas, subidas y bajadas. ¿Dónde seré realmente más feliz?
Sé que la satisfacción de mis deseos no me hace feliz a la larga, sólo me deja vacío. Sé también que vivir con paz en momentos de cruz alegra mi vida y le da un sentido más hondo, más auténtico y verdadero.
Quiero confiar siempre en ese amor que es roca firme en mi vida. Creer que en cualquier sitio Dios me va a hacer feliz. Y le va a dar sentido a mis días. Sean muchos o pocos.
No quiero vivir con miedo. Esa confianza es la que le pido a Dios porque no la tengo por naturaleza.
No soy ese niño ingenuo y alegre que confía ciegamente en el amor de su padre. Me he vuelto inseguro y temeroso. Con la mirada torva del que teme cualquier mal.
Como he sido herido en el camino y tengo el alma rota, no quiero que mi piel dolorida vuelva a experimentar el daño.
Desconfío del amor y a veces me refugio en Dios, pensando que no me hará daño. Y si siento que me lo hace, me escondo más todavía.
Me gustaría experimentar la gracia de la confianza. Es lo que vivió en su vida santa Teresita del Niño Jesús. Ella recorre el pequeño camino de la confianza:
“¿Cómo podría mi confianza tener algún límite? Yo sé que los santos también han hecho locuras por ti, han hecho grandes cosas porque eran águilas. Jesús, yo soy demasiado pequeña para hacer grandes cosas. Mi locura consiste en suplicar a mis hermanas, las águilas, que me obtengan el favor de volar hacia el Sol del Amor con las alas mismas del Águila divina. Por todo el tiempo que Tú quieras, Amado mío, tu pajarito se quedará sin fuerzas y sin alas, pero siempre tendrá los ojos fijos en ti; quiere ser fascinado por tu mirada divina, quiere convertirse en la presa de tu amor. Tengo la esperanza de que un día vendrás a buscar a tu pajarito y lo sumergirás para toda la eternidad en el ardiente abismo de ese Amor al que se ha ofrecido como víctima”[1].
Es la confianza plena en el amor de Dios. Ella se sabe pequeña y limitada. Y confía totalmente en Dios.
Confía porque no tiene nada en su alma que le dé seguridad para la lucha. No se siente fuerte ni valiente. Por eso puede confiar en las fuerzas de Dios más que en las propias.
Lo mismo vive el Padre Kentenich en aquella cárcel de Coblenza. Confía plenamente. Se abandona unido a su Familia de Schoenstatt. Unido a aquellos que están llamados a crecer en su camino de santidad junto a él.
La confianza consiste en creer que Dios me va a elevar por encima de mí mismo. Va a llevarme a los cielos más altos. Va a permitirme soñar con las alturas.
En medio de mi cruz no quiero perder la confianza, aunque esté herido. Quiero recuperar ese sentimiento de saberme amado por Dios en mi pobreza. En medio del abismo. Cuando temo que nada salga como yo deseo.
En ese momento de incertidumbre y miedo me abrazo a Dios con fuerza. Él me sostiene. Confío.
[1] Santa Teresita de Lisieux, Historia de un alma