Con la actual crisis de refugiados en diversas partes del mundo, suelen aparecer nuevamente estas preguntas
En el año 1993, Samuel F. Huntington publicó un artículo que tuvo importantes repercusiones en su momento y cuyos postulados todavía hoy perviven en la mentalidad de muchos que ven el encuentro entre culturas como inevitablemente conflictivo.
En 1996 se transformó en libro, titulado “El choque de civilizaciones”. La tesis del autor es que hemos llegado al fin de las guerras ideológicas, pero las guerras del siglo XXI serían culturales y su centro estaría en las religiones.
Huntington planteaba el choque entre Occidente y “el resto” (islam, hinduísmo, budismo, etc.) como algo inevitable. Veinticinco años después, han surgido una tras otra, críticas a aquella tesis y también defensores.
¿Es inevitable el choque cultural y la violencia en el encuentro entre diversas culturas y religiones? ¿Es el intercambio y el encuentro entre mundos distintos un peligro o una riqueza?
Con la actual crisis de refugiados en diversas partes del mundo, suelen aparecer nuevamente estas preguntas y no pocos reduccionismos a la hora de intentar comprender la diversidad cultural y religiosa.
La riqueza de la diversidad cultural
La cultura de un pueblo o de un ser humano no es algo superficial, sino una manera de ser, de nacer, de vivir, de celebrar y hasta de morir. La cultura es la manera de vivir humanamente la vida y afecta a la raíz misma de la propia identidad personal y colectiva. En esa raíz están las preguntas últimas sobre el sentido de la vida, del amor, del mal, del sufrimiento y de la muerte.
El filósofo canadiense Charles Taylor entiende que hay que mantener viva la singularidad radical de cada cultura, y no son intercambiables. La dificultad está en cómo encarar estas diferencias.
La posibilidad de comprender otra cultura o religión sin reducirlas a los propios esquemas de comprensión es solo a través del diálogo y el encuentro, que permite escuchar al otro desde sí mismo y no desde reduccionismos externos y llenos de prejuicios.
El diálogo auténtico entre culturas no trata tanto de explicar qué es el otro, cuanto de comprender quién es el otro. Lo que cuenta no es lo que yo pienso del otro, sino lo que el otro piensa de sí mismo. A esta mirada se le llamó “multiculturalismo”.
Hay algunos modos de ver las diferencias culturales que nos ayudan a vivir mejor y a convivir con la novedad del otro, descubriendo la riqueza y el valor de otras culturas, mientras que otras visiones nos llenan de miedo y prejuicios, como lo hacen las posturas fundamentalistas y relativistas.
El fundamentalismo y el relativismo son tan fuertes hoy, que se retroalimentan uno al otro, siendo dos caras del miedo a la diferencia, dos caras del pánico al otro, a la diversidad cultural.
El fundamentalista con un pensamiento sin matices ni fisuras no puede dialogar con lo diferente y por eso, o lo destruye, o lo silencia, o lo excluye.
El relativista no acepta la diferencia, licuando todo en una superficial y descomprometida visión del otro, queriendo respetar todas las visiones, no respeta ninguna, vaciándolas de contenido e imponiendo una única visión dogmática que no permite disentir y tacha de fundamentalista a cualquiera que pretenda ir contracorriente.
Muchas actitudes excluyentes también se alimentan del etnocentrismo, que es nuestra reacción más espontánea: “Yo, mi pueblo, mi cultura, mi religión, mi gente” nos parece el mejor modelo de humanidad. Cuando nos consideramos centro y punto de referencia, lo que se parece a mí sería más humano y lo que se aleja de mí, es hostil, negado o excluido. La necesidad de autoafirmación siempre necesita excluir o someter al distinto. Pero esta actitud no se sostiene y su verdadero rostro nunca ha dejado buenos frutos.
Si bien el enfoque de Huntington, como paradigma de conflicto o “choque” de culturas, nos ayuda a esclarecer y distinguir un mundo donde la identidad cultural es más importante que la ideología de turno, tiene algunas limitaciones etnocéntricas en las que nos parece necesario reparar.
Según Huntington el choque es inevitable porque “El mundo no es uno. Las civilizaciones unen y dividen a la Humanidad. Las personas se identifican con la sangre y con la fe, por eso combaten y mueren”.
A nuestro criterio, se trata de una visión excesivamente simplista de la historia y de las culturas. A la vista están las alianzas políticas y económicas que contradicen esta tesis, por entrecruzamientos entre países que pertenecen a diferentes bloques culturales de los planteados por Huntington y experiencias sumamente positivas de diálogo interreligioso e intercultural.
También se relativiza este enfoque cuando se pretende trasplantar un modelo occidental a una cultura que no es comprendida, como sucedió con los fracasos de la llamada “Primavera árabe”.
Aceptar la diferencia
El modelo del llamado “multiculturalismo” defendido por Taylor, da un gran paso en la comprensión de la diversidad cultural, no desde el choque, sino desde el mutuo enriquecimiento. Esta postura establece un importante matiz en dos dimensiones del diálogo entre culturas que hay que mantener: aceptación de igualdad y de la diferencia, al mismo tiempo.
Aceptar la igualdad no significa que todos seamos “lo mismo”, porque igualdad no es identidad. Lo que es igual no necesita dialogar. El riesgo de entender mal la igualdad es la pretendida homogeneización cultural que rechaza la diferencia o busca hacerla desaparecer. La clave está en afirmar la igualdad de todos, respetando sus particulares diferencias. Porque seguir el camino de marcar la diferencia en exclusiva, lleva al aislamiento o al choque. La diferencia no siempre es hostilidad, aunque no sea homologable a mi identidad. Lo importante para el multiculturalismo es salvar la riqueza diferencial de cada particularidad cultural.
El multiculturalismo, aunque da cuenta de la necesidad del diálogo y el enriquecimiento mutuo que no hace desaparecer las identidades particulares, no da cuenta de todo lo que sucede en el encuentro entre culturas.
Hay otra cara de esta realidad, un fenómeno real y complejo que explica lo que ha sucedido y sucede cada vez más en el encuentro entre culturas: la transculturación.
La postura del antropólogo cubano Fernando Ortiz y la análoga visión del antropólogo argentino Néstor García Canclini sobre la hibridación, dan una explicación más acabada y realista de lo que sucede realmente en el encuentro entre culturas.
No siempre desaparece una cultura o se impone una sobre otra, sino que muchas veces – como sucede en América Latina- surgen nuevas identidades culturales que fusionando anteriores, mestizajes que no son ni una ni otra, sino una tercera en constante transformación, diálogo y enriquecimiento.
Si bien se conservan y se pierden elementos de las culturas precedentes, hay siempre un elemento nuevo, original. El enriquecimiento aquí no es la idealista distancia del multiculturalismo, donde las identidades casi permanecen inalterables, sino que dan el salto cualitativo de una transformación real, donde no se pierden las riquezas, sino que se transforman, dando lugar a una novedad que no debe ser reducida a la suma de las partes.
Cambio de mentalidad y de actitud
Las grandes transformaciones culturales y movimientos migratorios exigen un cambio de mentalidad y de actitud de las cuales depende la convivencia humana y el desarrollo de los pueblos. Educar para la comprensión del otro, para la aceptación de la diferencia y el encuentro con otros modos de ver el mundo, de pensar y de vivir, es un hoy imperativo educativo y social.
La relación entre las diferentes culturas es siempre un desafío y un horizonte abierto, donde se puede percibir la salida de uno mismo para el encuentro del otro, como una opción ineludible. No hay modo de evadir la realidad, la diferencia estará en las actitudes con las que vivamos el encuentro entre culturas, que es sobre todo encuentro entre personas, entre seres humanos.
La dinámica del encuentro entre culturas cuando es abierto y responsable revela no solo la valoración de lo diferente, sino un amor de aceptación del otro y de recibirlo en la propia casa y en la propia vida, haciendo del extraño, el más cercano, el más prójimo.
La aceptación es una de las necesidades más profundas y básicas del ser humano. El amor de aceptación es el más profundo y su falta es la más destructiva. En las relaciones más cercanas y en los diálogos interculturales e interreligiosos el coraje de aceptar al otro en cuanto lo que es y no en cuanto lo que yo deseo que sea, es el primer paso para darle la posibilidad de ser quien es.
Aceptar significa que el otro es bienvenido, no solamente “tolerado”. El reconocimiento que recibo es el que me posibilita ser lo que soy, ante otros y ante mí mismo, desde mi identidad personal y comunitaria.
El miedo al extranjero es síntoma de inseguridad e ignorancia. La aventura más fascinante es el camino personal de salir al encuentro de los otros y dejarnos sorprender, aprender y descubrir un nuevo horizonte de comprensión. Salir al encuentro de los que no solo nos enseñan mundos y símbolos distintos, sino que nos ayudan a descubrir quienes somos. El fortalecimiento de la propia identidad no se opone a la apertura con otras identidades culturales.