Me creo con derecho a muchas cosas, y entonces paso por alto los regalosLos reyes llegan a Belén siguiendo la estrella. Se detienen ante el pesebre adorando. Ante José, María y el Niño. Encuentran a Dios en lo cotidiano, en un niño envuelto en pañales. Guardan silencio ante Él.
Dejan sus regalos de oro, incienso y mirra. Tres regalos que hablan de su realeza, de su divinidad, de su humanidad.
Jesús es rey, es Dios, es hombre. Esos regalos hablan de su valor, de su misión. Lo dan todo. Y la luz nace en medio de la noche rompiendo la oscuridad.
Su vida es tan valiosa como el oro. Su entrega es para calmar el dolor de todos los que sufren. Su misión es llevar esperanza a los corazones rotos.
Los reyes reconocen a Jesús en su verdad y se postran como niños que se saben pequeños ante Dios. Adoran, se humillan. Ellos que son sabios. Ellos que tienen poder. Reconocen en lo más pequeño la verdad más importante.
Han seguido la estrella. Han creído. Y sólo entonces pueden regalar y darse por entero a Dios. C
uando reconozco el poder de Dios. Cuando creo en su grandeza, me siento pequeño y necesito corresponder a tanto amor.
El mayor regalo que me hace Dios es el de la vida. El regalo de su amor al crearme porque me ama. Me han regalado tanto a lo largo de mis días… Y yo a veces sólo me quedo en lo que no tengo, en lo que me falta.
Necesito una mirada de niño para alegrarme con los regalos, con las sorpresas. Con la generosidad de Dios y de los hombres.
Aceptar un regalo me hace más humilde. Me vuelve más niño. El regalo no lo merezco. Lo que pasa es que ya no sé distinguir bien entre regalo y derecho.
Me creo con derecho a muchas cosas. Y entonces paso por alto los regalos. Considero que tengo derecho a la vida, a recibir amor, a tener salud, a ser querido. Derecho a que las cosas resulten como las he planeado.
La mirada de los niños sabe apreciar los regalos. Son dones inmerecidos. El mayor de ellos es el perdón. Cuando hiero, cuando ofendo, cuando no estoy a la altura esperada. Cuando defraudo. Recibo entonces el perdón de los hombres, de Dios.
Recibir regalos es un arte. ¡Cuántas veces me siento defraudado! Esperaba algo más, o algo distinto. Y me defraudo ante las sorpresas. Me parece poco o pequeño lo que recibo. Me creo con derecho a más.
Tal vez el problema es que yo no sé regalar. No pienso en el otro. No miro su necesidad. Casi prefiero quedar bien y no defraudar las expectativas. Pero no quiero alegrar su corazón con un regalo.
Por eso me gustan las personas agradecidas. Da igual lo que les regale. Puede ser algo insignificante. Sonríen llenas de alegría. Casi como si en ese momento les acabaras de regalar la luna misma.
Su sonrisa, sus ojos llenos de brillo, su cara de sorpresa vale la pena. No importa mi esfuerzo en conseguir un buen regalo. Todo vale. Curioso.
Es mi amor, mi cercanía, lo que les da valor a mis regalos. Podría querer comprar el amor de alguien con regalos. No lo consigo. El amor no se compra. Se da. Se recibe. Es el mayor regalo. Podría querer lograr el perdón con regalos. Tampoco lo logro, el perdón no se compra.
El regalo es algo mágico. No lo pido. No lo espero. Y llega. Me gusta pensar que en estas fechas unos magos de oriente vienen a mi puerta, a mi vida, cargados de regalos. Me quieren por lo que soy. Me aman en mi verdad. Y me dan lo que tienen. Lo más valioso que tienen.
Piensan en mí. Saben lo que me va a hacer feliz. No tanto lo que necesito y me vendrían bien. Me hablan sus regalos de lo innecesario, de lo superfluo. Es lo que más me ilusiona. No lo que necesito, sino lo que me hace sonreír.
Me gustan las personas que regalan poesía, ilusión, esperanza. Los que regalan sueños envueltos en papeles de colores. Los que despiertan mi gratitud con una sonrisa llena de emoción guardada.
Me gustan los hacedores de milagros que llegan a mi vida y despiertan mi alma dormida. Los que cantan canciones que llenan de luz mi corazón.
A veces en mi vida sólo recibo exigencias. Me piden que rinda. Me piden que esté a la altura. Nada sucede sin esfuerzo.
“La sociedad moderna nos exige bajo presión demostrar lo que podemos rendir. Cada uno es evaluado según su rendimiento: estimado o despreciado. Esta es la ley que impera no sólo en el mundo material sin también en las relaciones entre los hombres. Tener que rendir ejerce una fuerte presión sobre nosotros”[1].
Es como si para recibir algo tuviera que dar mucho. Me gusta esta fiesta de regalos en el día de los reyes magos. Porque me enseña la gratuidad. Me enseña a dar sin esperar nada a cambio. A darlo todo sin querer recibir. A recibir sin tener que haber dado algo antes. El regalo es un don inmerecido. No el pago por lo que he hecho.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 54