Hoy, la mayoría de los políticos en América podrían recibir el calificativo de “relativistas”. El Papa Francisco ha recordado muy acertadamente en estos comienzos de año, que la buena política es la que trabaja para la paz. En otras palabras, hay que trabajar para la transparencia en las cosas de gobierno, para el bien común, para la familia y para el desarrollo integral “de todo el hombre y de todos los hombres” como escribió Pablo VI. La gestión de nuestros políticos practica ese manejo equívoco, azaroso y hasta impúdico pues, con honrosas excepciones, apuntarán hacia la paz en el discurso, pero en la práctica hay otras prioridades como no soltar el poder y hacer buenos negocios. El ropaje ideológico depende de los intereses. El gran reto de las sociedades civiles, las fuerzas vivas que animan a los países, los electores y los liderazgos que emergen de las comunidades es, entonces, exigir coherencia al estamento político.
Con ocasión de la toma de posesión de Bolsonaro, estas preocupaciones vuelven al tapete. También saltan al primer plano esas categorías tan manidas como izquierda y derecha que no significan algo más allá de lo que le gente quiere atribuirle. Un izquierdista en el mando puede ser tan o más autoritario que un derechista, de la misma manera que un derechista puede ser tan corrupto como un izquierdista de esos que recitan “el fin justifica los medios”. Esa máxima subyace al relativismo puro y duro. Si algo me conviene, contorsiono los principios y disfrazo las intenciones, pero lo consigo.
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