No debe confundirse la humildad con la baja autoestima, la timidez, los sentimientos de inferioridad o la autodegradaciónLa humildad es para muchos una virtud sospechosa y se ha interpretado de modos muy ambiguos. Durante un largo tiempo se la ha entendido como forma de autoperfeccionamiento individual o como autodegradación, como disminución de uno mismo ante los demás. Incluso hay veces en que puede transformarse en una forma de hipocresía y de artificial “sinceridad”, cuando se pretende presentarse ante los demás por debajo de lo que se es y de lo que se vale.
La psicología contemporánea utiliza más “autenticidad” que humildad. Y es que originalmente el término latino humilitas en su sentido más antiguo se acerca mucho a lo que hoy entendemos por autenticidad, por vivir en la verdad de uno mismo. Pero la humildad es no solo sospechosa, sino a veces peligrosa, porque muchos la entienden de modos que tienen poco que ver con su sentido original en la espiritualidad bíblica y en la más antigua tradición judeocristiana.
De hecho, personas con baja autoestima suelen interpretar de modo muy equivocado la humildad, casi como una forma de autoagresión y desprecio de sí mismo.
Lo que no es humildad
No debe confundirse la humildad con la baja autoestima, la timidez, los sentimientos de inferioridad o la autodegradación. Si bien ser humilde implica reconocer las propias dificultades, defectos y límites, no supone hacer alarde de las propias miserias. La humildad es vivir en la verdad, aceptando que no somos perfectos. La humildad no es rebajarse, sino ser realista. Muchas personas creen que son humildes y en realidad por su baja autoestima están todo el tiempo hablando de lo desgraciados que son y eso es más bien una forma encubierta de orgullo.
La verdadera humildad no es estar mirando siempre la propia pequeñez, comparándose con los otros. Porque compararse es dar vueltas sobre uno mismo y se pierde de vista a los demás. Las personas humildes no necesitan competir, no andan buscando rivales. No ceden a toda costa ni se dejan aplastar por los demás, simplemente tienen otra mirada más amplia y más profunda sobre la realidad y no se atan a discusiones estériles. La humildad no es tanto una virtud que conquistar para el propio perfeccionamiento, lo cual muchas veces degenera en orgullo, sino el reconocimiento de la verdad de mí mismo en paz.
El dicho tan común: “en mi humilde opinión”, no es más que orgullo disfrazado. Cuando se explicita la humildad, no se es humilde. Cuando se dice: “yo en realidad son alguien humilde”, no lo está siendo. Porque la humildad no se predica de uno mismo, sino que se practica en el silencio. Si hay humildad en alguien la perciben los demás, pero nadie se puede poner el cartel de “persona humilde”. Por eso las personas humildes pasan realmente desapercibidas, no buscan brillar, y menos por ser “humildes”.
Humildad es autenticidad
La humildad es un signo de madurez psicológica y espiritual, de gran libertad interior. Antes que una serie de actitudes para adoptar, la humildad es un modo de ser y de relacionarse con los demás. Caracteriza al ser humano por el modo de aceptarse a sí mismo y de valorarse.
San Juan Crisóstomo entendía la humildad como “la madre de todas las virtudes”, como su fundamento y raíz. Para San Agustín la humildad “resume todas las formas de vida cristiana”, lo cual nos da una idea de lo lejos que están las formas modernas de devocionalismo y subjetivismo que hacen de la humildad un girar en torno a las propias heridas, al propio ego.
Para la tradición cristiana la humildad es centrarse en Dios y no en uno mismo, es aceptar que no soy el centro del universo y que no todo tiene que girar todo en torno a mí. La humildad la entendían los antiguos maestros de espiritualidad cristiana como un valiente conocimiento de sí mismo que nos hace más humanos y conscientes de nuestra pobreza y limitación, sin querer ser lo que no somos.
“Oh hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte” (San Agustín). Quien es humilde quiere ser mejor, pero no se miente a sí mismo ni a los demás, vive en la verdad. No es pesimista, porque cree que puede cambiar. No es orgulloso, porque asume sus defectos abiertamente, sin dificultad.
Por otra parte, una persona realmente humilde se alegra por el bien ajeno y por la grandeza que le rodea, está libre de todo complejo y de compararse con otros. El humilde es libre, no necesita que le alaben o que le reconozcan, que le aplaudan o que le elogien sus virtudes, porque sabe quién es y cuál es su valor.
Por eso la verdadera humildad es fuente de confianza, de coraje y de libertad. Quien es humilde no mendiga el reconocimiento y no se desanima cuando le falta, porque su alegría no nace de la opinión ajena. En cambio, el orgullo es sensible a la crítica y se desanima fácilmente. Chesterton consideraba el humor como el fundamento natural de la humildad, porque quien sabe reírse de sí mismo es libre de toda forma de orgullo.
Las personas humildes hacen bien a los demás
La verdadera humildad, vivir en la autenticidad, hace que los demás se sientan a gusto con personas que no están a la defensiva tratando de imponerse artificialmente. Porque las personas humildes saben reconocer cuando se equivocan, saben pedir perdón, buscar ayuda y reconocer públicamente un error. El humilde vive sin miedo a la crítica, porque no necesita disimular ni proteger ninguna imagen falsa de sí mismo. Las personas humildes son agradecidas y empáticas, porque saben compadecerse de los límites ajenos.
No tener miedo de los propios errores, de verlos, de reconocerlos, nos hace capaces de crecer, de madurar. Cuando no sentimos la necesidad de imponer nuestra opinión o de tener siempre la razón, es cuando la humildad aparece en el corazón.
Gracias a esta virtud nos alegramos de poder escuchar a otros y recibir otros puntos de vista sin querer silenciarlos cuando se oponen a nuestras ideas o creencias. Las personas más sabias no suelen hacer alarde de lo que saben, en cambio quienes necesitan mostrarlo revelan su inseguridad y su orgullo.
La verdadera humildad nos hace más humanos, más libres y agradecidos.