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Lleva tus miedos al pesebre y déjate sorprender

SYRIA,CHRISTMAS
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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/12/18
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Ha desaparecido ese dios castigador que crea mi imaginación, he tenido que acariciar la humillación para sentirme amadoCon frecuencia el miedo me quita la alegría y me entristece. Me da miedo que me traten de acuerdo con mi debilidad. Que descubran mis carencias y no me quieran. Que me juzguen y me encuentren culpable del delito de la debilidad. Y entonces pierdo la sonrisa de mis ojos y dejo de esperar.

Saber que el Señor ha cancelado mi condena y ha expulsado a mis enemigos me da paz. Ya no temeré porque Dios me ama. Ya no tengo nada que temer, nada que perder.

El Adviento me llena de esta esperanza. Jesús viene a reinar en mi vida. Viene a ocupar el lugar central en medio de mis angustias y mis miedos. Él lo puede todo. Puede vencer en mí aun cuando no me deje.

Quiero colocar ante el pesebre los miedos que me turban. Las inquietudes que me quitan la paz y la sonrisa. Las heridas que duelen en lo más hondo de mi alma.

Puedo exclamar con las palabras del salmo: “¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!”. Es grande. Mucho más grande que mis temores. Y por eso puedo estar alegre porque no estoy solo.

Jesús me invita con las palabras de san Pablo a estar tranquilo: “Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.

Paz, ausencia de temor, mesura, despreocupación. ¿Es eso posible? Vivo en este mundo tan inquieto. Veo guerra, violencia, esclavitudes. No encuentro paz.

Y me habla el Adviento de esta paz del que se sabe dueño de su vida. ¿Soy dueño yo de mi camino? Me veo queriendo controlar mi futuro. Me asusta dar pasos en falso. Temo no controlar todas mis decisiones.

¿Miedo al fracaso, miedo a no ser feliz, miedo a perder el sentido? Son miedos tan humanos. Tiene que ver con el sentido de mi vida.

Querer controlarlo todo me quita la paz. No estoy dispuesto a poner mi vida en las manos de Dios. Me cuesta tanto dejar que Jesús reine en mi vida… Sin control, sin seguros. Me duele el alma al ver mis esclavitudes. Me asusta mi fragilidad no reconocida.

El padre José Kentenich recuerda las palabras de san Agustín: “San Agustín dice con acierto: Quien ame el rostro del Omnipotente no temerá el rostro de los poderosos de este mundo”[1].

Si amo a Dios y lo coloco en el centro de mi vida dejaré de temer el rostro de los poderosos. Los otros no quieren mi mal. Soy yo el que elijo mi mal tantas veces huyendo por miedo a sufrir.

Acabo eligiendo lo que no me conviene, lo que me hace daño y me esclaviza. Huyo de mí mismo y no me encuentro.

Si me creyera que Dios ha perdonado mi culpa, ha perdonado mi pecado y ha levantado mi condena…

Continuamente me encuentro con una imagen de Dios en mi corazón que me quita la paz. Creía que ya no estaba. Pero súbitamente surge de detrás de las cortinas del alma. Renace de sus cenizas.

Un Dios que espera algo de mí. Que quiere un sí sin reservas. Que se escandaliza ante mi pecado, ante mi egoísmo, ante mis noes y resistencias.

Un Dios que me exige un comportamiento ejemplar y se siente decepcionado cuando fallo. Nunca está contento con lo que hago. Lo noto en su mirada. No acepta mis defectos y no perdona mis debilidades.

No entiendo cómo, pero vuelve a aparecer cuando creía haberlo destruido.

Cambio mi mirada. Miro a ese Dios en el que de verdad creo. Ese Dios que me mira complacido. Y se alegra con mis éxitos. Se conmueve cuando caigo derrotado. Sonríe con mi risa. Le duele mi tristeza cuando me oprime el pecho sin razón alguna.

Me mira diciéndome que mi vida tiene sentido y merece la pena. Me dice al oído: “Te quiero hoy más que ayer, antes de tu caída”.

No entiendo a ese Jesús que quiere reinar en mí y pretende quererme de esa forma. Conoce mis límites, ha tocado mi debilidad con rasgos de tristeza, y me dice que me ama más todavía. Más que antes cuando yo pensaba que le ocultaba mis fragilidades. Mucho más que antes de caer.

Yo, que me pensaba dueño de mi vida, seguro de mis talentos y virtudes. He tenido que acariciar la humillación para sentirme amado. He recorrido el camino del perdón para poder encontrarme con sus ojos más verdaderos.

La lucha entre esos dos dioses que conviven en mi interior me desconcierta. Creo que ya vence el que me mira bondadoso. El rostro de Dios Padre que me muestra Jesús, con su amor tierno, incondicional y gratuito.

Y surge de la muerte ese Dios juez que creía ya muerto y olvidado. Y me juzga más incluso de lo que yo mismo me juzgo. O quizás soy yo quien no me perdono. Y me miro mal.

Soy parte de ese Dios que creo haber conocido alguna vez en los recuerdos de mi vida. En algún rincón escondido de mi alma vuelve a surgir su rostro agrio, lleno de rabia, distante y perfeccionista.

Un rostro que no es el Dios que me causa alegría. Sino ese otro Dios que me tensiona y exige y entristece. Creía haberlo vencido y vuelve.

Y necesito entonces mirar a Jesús que me ama, me mira bien y no me juzga. El niño que nace. Necesito encontrarlo. Dentro de mí. Y en otras miradas humanas que me miran así y me hacen creer que valgo mucho más de lo que yo creo.

Esa creencia ya no me limita. Todo lo contrario, esa fe me levanta, me alegra, me eleva sobre mis límites.

 

[1] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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