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“¿Y usted también pide limosna como ellos? No, ¡yo robo!”

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Carlos Zapata - Aleteia Venezuela - publicado el 10/11/18
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Las calles de Caracas (Venezuela) desnudan realidades que parecen ocultas, camufladas en ojos opacos y rostros cargados de hambre y tristeza. En medio está Dios cuidando a sus hijos, de muchas formas, casi siempre silenciosas

Salimos del trabajo y decidimos tomar un par de cervezas… Todo un lujo, considerando el precio que ahora tienen. Caminamos por el boulevard de Sabana Grande y entramos a una suerte de tasca. Recién eran pasadas las 8 de la noche y la idea era conversar con calma sobre un tema de interés mutuo.

Un par de espumosas más tarde comentamos sobre las dificultades del país y sobre cómo íbamos a afrontarlo. Tocamos el tema de la migración… Y sí, quería decirme que se marchará, como miles, en busca de un mejor futuro.

Intenté persuadirlo de quedarse, de permanecer en medio de la crisis usándola como una oportunidad de crecer. Hablamos de cómo se podía acceder ahora a cargos a los que antes resultaría sencillamente imposible.

Pero eso no fue suficiente para suplir sus necesidades. “Las afectivas se llenan, pero las materiales no”, me dijo. Argumentó que debía apoyar a su mamá, y que ya el dinero en casa, a pesar de sus dos trabajos y los extra del fin de semana, sencillamente no alcanza.

Luce más delgado. Sufre la “dieta de Maduro”, como le llaman a la dramática pérdida de peso en gran parte de la población venezolana, producto de las políticas socioeconómicas que hacen polvo los pocos ingresos, ahora con remoquete de “soberanos”.

Brindamos por los éxitos. En esos minutos parecíamos desconectados de la realidad que teníamos al frente y a la que pertenecemos. Por un instante dejamos el papel protagónico por uno secundario. Uno desde el cual observar todo el panorama, casi de forma omnisciente.

Pero no tardamos en golpearnos de nuevo con la realidad. Ese tiempo durante el cual hablamos, intentando entendernos en medio de un muy subido de tono reguetón, sirvió para compartir alegrías y tristezas; sirvió para alimentar la esperanza.

Recordamos cómo nos hemos adaptado desarrollando nuevas habilidades laborales, cómo hemos crecido profesionalmente alcanzando el éxito en medio de circunstancias tan difíciles y particulares.

Ambos elegimos seguir el ejemplo del hogar y celebramos que más allá del entorno siempre logramos llevar pan limpio a nuestra mesa. Porque “así nos formaron en casa”, y nuestras madres lo arreglaban todo “¡con una chancleta o un correazo!”.

En esas dos horas se nos fue el pago de dos semanas de duro trabajo. ¡Pero valió la pena!”, justificamos, tras drenar algo de tristeza y planear –tal vez ingenuamente- un futuro ideal: no estaba claro si sería en nuestro país de origen, o cruzando sus fronteras.

Caminamos hacia el Metro, que estaba ya por detener sus trenes. Era un poco tarde. Demasiado en realidad como para estar caminando en las peligrosas calles de Caracas. Nos encomendamos a Dios y seguimos el camino.

Yo tomaría el tren. Ella esperaría un taxi que ya había llamado por teléfono. Le buscaría en la entrada de la estación, así que caminamos hasta allá. Había un pequeño grupo de jóvenes quienes hacen el servicio de moto-taxi…

Se nos ocurrió preguntar el precio de una carrera: un traslado a casa. El monto nos pareció muy caro. Realmente exagerado. Pero pronto llegaron quienes sí pudieron pagar por el servicio. Así que quedó apenas un muchacho. Ahora estábamos tres: ese joven, ella y yo.

Pronto sacamos conversación. Nos llamó la atención un grupo de niños, de no más de 12 años de edad, muy sucios y malolientes, literalmente en harapos. En un momento subieron al techo y estaban organizando allí su estadía.

Le dijeron algo al muchacho. Y eso nos llevó a un comentario… ¿Dónde duermen esos niños?, pregunté; y él dijo entre los dientes con risa burlona: allí señalando el techo. Tras breve pausa, exclamó: “¡Es una nota mirar las estrellas…”

¿Y si llueve?, repliqué. Él contestó: los ‘cachorros’ se mojan, nos lanzamos para abajo y esperamos a que deje de llover.

-Ah, ¿es que usted vive con ellos?, le dije, e indicó: sí, claro; hace casi un año que estoy en la calle…

-¿En qué andan?, le volví a decir… Y contestó directo, pero sin mirar a los ojos: ¡piden!

-¡¿Piden?! ¿Qué piden?, exclamé curioso. “Piden de todo: dinero, comida…” me dijo.

Sus respuestas eran cortas y secas, algunas en medio de una suerte de burla y sorpresa. Tal vez se adivinaba importante. Se sentía tal vez el centro de atención, casi un artista, mientras miraba con fruición mi chaqueta…

-Y ¿qué hacen con el dinero?, porque no cambian su ropa, reclamé; a lo que contestó: ¡Ellos fuman! -¿Y te dan?, le dije. “Sí, me dan…”.

-Pero duermes con ellos, ¿son la misma gente?, insistí, intentando abundar en la conversación que ya comenzaba a incomodarme. “No, no somos lo mismo”, espetó. “Ellos son cachorros”, volvió a decir.

Notó mi cara de preocupación, porque lo asocié con la banda de niños así bautizada que mató a dos militares años atrás. Me dijo satírico: “No son esos aquellos cachorros. Estos sólo fuman y piden dinero”.

-“¡Ellos no matan!”. ¡Y usted también pide, como ellos, intenté completar su frase que él interrumpió: “No, ¡yo robo!”.

Mi amiga me miró, particularmente asustada. Los tres guardamos silencio.

Tomé la bolsa de pollo que había pedido para cenar en mi casa… Y largando la mano le dije: ¿quieres comer? Continuó en silencio y la tomó, tras lanzar una frase que nos quedó como un eco: sigan su camino, ¡y ojalá no terminen como yo!

Dos historias distintas, dos realidades del mismo país: nosotros elegimos llevar pan limpio a casa, y también a quien esa noche buscaba alimentos robando.


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