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Aceptar la debilidad, bueno ¿pero amarla?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 23/10/18
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Soy parte de esa Iglesia herida que hiere… ¡misericordia!

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Quiero cuidar la inocencia que se me ha confiado. Cuidarla entre mis manos. Un tesoro inmenso que no merezco.

Quiero respetarla como lo más sagrado. La inocencia que he de salvar para entregársela a Dios cada mañana. Cuidar la confianza que se me regala sin merecerla. Es de Dios.

Duele tanto la verdad que toco teñida de abuso… La sórdida verdad que me llena de tristeza. La verdad de la confianza quebrada tantas veces. El pecado que hiere el alma de niño inocente. Y no puedo sino pedir perdón de rodillas.

“Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. Es la misericordia que necesito.

No me callo. Quisiera evitar decir algo. Porque quizás ninguna palabra calma la rabia ni recupera el tiempo. Ni hace que el reloj vuelva a antes del delito.

Sólo queda recoger los cristales rotos. Arrodillarme callado. Y hablar reconociendo culpas. Y asumir de nuevo que soy parte de esa Iglesia herida que hiere. Ese cuerpo de Jesús en el que hay pecado, porque el hombre peca. Y yo soy parte de ese cuerpo que sufre y peca.

El dolor de mi hermano duele en mis entrañas. El dolor del inocente. Sufro. Quisiera que no hubiera pasado. Quisiera haberlo hecho todo mejor. Es duro palpar la miseria y seguir andando.

Ha pasado algo. Es grave. Lo tomo entre mis manos. La verdad que duele dentro de mi alma. Miro de nuevo a los ojos de María. A los de Jesús herido en la cruz por mis pecados, por mis errores, por mis silencios.

No le defendí en la cruz cuando podía. No me detuve ante el herido. Necesito palpar la misericordia.

No sé cambiar el pasado. Pero puedo construir el presente y el futuro. Eso sí puedo hacerlo. Dios me deja. Me lo pide. No pierdo la esperanza.

No me asombra el pecado del hombre. Tampoco el mío propio. Pero me duele tanto en mis entrañas… Quiero aceptar la debilidad propia y ajena.

El padre José Kentenich me da luz: “A medida que envejecemos y maduramos reconocemos mejor nuestra pobreza espiritual, el desvalimiento, la desnudez, nuestras faltas que a menudo limitan con lo pecaminoso, nuestras descargas temperamentales. Yo amo mi insignificancia y pequeñez. ¡Lo que vale para mi persona, vale también para la Familia! ¡Cuántas limitaciones tiene la Familia! ¡Qué calidad de personas debería tener una Familia así con tales objetivos! ¡Qué clase de santos, de luchadores para Dios! Yo amo las debilidades y miserias de la Familia. ¿Qué tiene que ver esto con el reinado del amor? Este amor a la insignificancia es expresión de un amor heroico, y es también un medio para el aumento de ese amor. Un alma sana puede amar su pequeñez sólo cuando en ella arde un muy fuerte y abrasador amor a Dios. Un amor de esa índole a nuestra limitación es uno de los medios más excelentes para incrementar nuestro amor”[1].

Necesito yo mismo la conversión para seguir creyendo, para amar más en la debilidad. Para hacer posible que el sol surja de nuevo entre las sombras de mis faltas.

Y el mundo crea de nuevo en la carne herida del hombre en la que Dios se hace luz, presencia, esperanza para el que está perdido. Allí donde no todo es perfecto.

No dejo de creer. Sé que el amor de Dios es más grande que el odio. Y su inocencia más fuerte que mi impureza y pecado. Y su fuerza interior levanta mi cuerpo herido por encima de la noche.

Acepto la verdad tomándola en mis manos. Confío con mi confianza rota. Pido perdón. Me acerco al herido. Dios ata los cabos rotos de mi vida. Le pido misericordia.

Él vuelve a creer en mí, aunque yo dude a veces de mis propias fuerzas. Necesito su misericordia. Que me tome en sus manos y calme mis miedos y angustias. Que abrace al desvalido y bese su herida. Al que ha visto rota su confianza, lo más sagrado.

Vuelvo a tener esperanza en el hombre. Confío.

 

[1] J. Kentenich, Prédica de Navidad para las Hermanas de María, Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940

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