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¿Los contratiempos te desestabilizan? Afróntalos así

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/09/18
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Mi genio, mis palabras, mis gestos, dejan heridas, rompen confianzas, siembran futuras tempestades… mejor reaccionar de otra manera

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En ocasiones veo que poseo poca tolerancia ante la frustración. Tal vez no ante grandes dificultades y desafíos. O en medio de profundos fracasos. No, creo que entonces mantengo algo más la paz y la calma.

Pero en momentos sin importancia, ante problemas que tienen solución, cuando en mis prisas quiero hacerlo todo bien y no resulta, me frustro y pierdo la paz de forma sorprendente.

No me entiendo a mí mismo. Se me olvida aquello de lo que siempre predico y dice el salmo: “El Señor sostiene mi vida”.

Me creo que soy dios por un momento. Un pequeño demiurgo que crea su propia vida con días hechos de sus propias manos.

Un desliz, un tropiezo, pueden alimentar la tristeza o la rabia de forma exagerada. En esos momentos me abruma mi debilidad, mi inmadurez.

Comenta Enrique Rojas: “La frustración es necesaria para la maduración de la personalidad. El mismo fracaso o derrota que a uno le sirve de superación personal, a otro le hunde, lo deja abatido y en la cuneta de la vida. La diferencia está en saber captar las lecciones que esa adversidad nos trae. La madurez significa haber superado las heridas del pasado, ir cerrándolas y a la vez trabajar el proyecto de vida personal con orden y constancia. Lo que siembras, recoges”.

Me gusta pensar que puedo cambiar, puedo madurar, puedo crecer. Me seguiré frustrando, pero estoy seguro de algo, puedo mejorar.

Decía Samuel Beckett: “Lo intentaste, fracasaste, no importa. Fracasa otra vez, fracasa mejor”. Fracaso y lo vuelvo a intentar. Me levanto de nuevo. El fracaso no paraliza todas mis fuerzas.

Leía el otro día: “Las dificultades y los fracasos no extinguen, por lo general, el deseo profundo, sino que, si acaso, lo refuerzan aún más; es como cuando uno tiene sed: si no encuentra qué beber, no por ello renuncia a encontrarlo”[1].

Creo en todo lo que puedo crecer. Puedo llegar a ser mejor persona. Es verdad que me enfado y frustro por tonterías. No me sorprendo. No me asusto de mí mismo.

Ojalá encuentre siempre en esos momentos cerca de mí a personas pacientes que sepan calmar mi ánimo. Ese estallido descontrolado que puede herir.

Quiero crecer en mi paz interior. Reaccionar con calma y alegría. No importa que no salgan las cosas como deseo.

No es necesario que todo me salga bien. Que resulten mis planes. No quiero bloquearme cuando no consigo hacer lo que soñaba.

Le pido a Dios cada mañana tolerancia ante la frustración. Que me enseñe a aceptar la vida como viene, sin enfados.

Sé que de lo que hoy siembro, mañana recogeré. Lo tengo claro. Lo que hoy hago, cómo trato a las personas, es lo que voy a recibir cuando menos lo espere.

Me equivoco cuando pienso que nada de lo que hago es definitivo. Mi genio, mis palabras, mis gestos, dejan heridas, rompen confianzas, siembran futuras tempestades.

Si lograra calmar mi alma en momentos de turbación…

Pienso en María. ¡Cuántas veces se turbaría y sentiría que no era dueña de su propia vida! Ella mantenía la calma y la esperanza.

No tenían tanto peso en su vida los contratiempos, las sorpresas, los sucesos inesperados. Tal vez me ayuda aprender a pensar en positivo.

Dejar de lado las expectativas que me atan y obligan a querer obtener lo planeado. Una mirada inocente. Una actitud pura y sin exigencias. Una sonrisa en medio de los inconvenientes del camino.

En ese momento en el que todo se complica y parece que no vamos por el camino correcto. Cuando veo que es necesario ejercitar la paciencia. Y la espera en medio de la tormenta me supera. Cuando quiero confiar siempre de nuevo.

No sé si todo tiene que salir perfecto para que la vida me resulte bien. No sé si tengo que cumplir todas las normas para que no me multen. No sé si la felicidad pasa por esquivar todos los peligros.

O si lo que Dios quiere es que no haga nada mal, aun dejando de hacer muchas cosas bien. No lo tengo tan claro. Pero confío. Y no juzgo. No quiero condenar a nadie, tampoco a mí mismo.

Sólo sueño con un mundo perfecto porque está Dios en él. Nada más que eso. Aunque no funcione todo bien. Ni salgan todos los planes.

De su mano, como me enseña María, todo es más fácil y resulta que la vida tiene más color. Quizás menos orden y perfección.

Pero tiene la sonrisa y la paz de los niños. Y la confianza en un Dios que cuida todos mis caminos. Aunque yo mismo no lo vea, no lo sepa, no lo entienda.

[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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