Las personas sin raíces son más vulnerables, más frágiles, pueden ser heridas con facilidad, caen ante los contratiempos
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Hay árboles fuertes que protegen y dan sombra: “Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos”.
Los árboles frondosos que se alzan al cielo. Rompiendo las alturas. Asombrando al que alza la mirada desde el suelo. Siendo hogar y nido para muchos.
El reino de Dios se compara con un árbol que nace de la semilla más pequeña: “¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.
Me gusta esa imagen de un árbol fuerte que resiste los vientos y las tormentas. Un árbol que se alza en el cielo sostenido por su fuerte tronco, por sus hondas raíces. Un lugar de descanso donde el alma se encuentra cobijada.
Sé que sin raíces no puede el árbol hacer frente a los vientos, a las tormentas. Decía el padre José Kentenich: “Si no educamos personas que tengan raíces sanas, tampoco podremos criar árboles sanos”[1].
Un árbol es fuerte y crece firme si sus raíces son sanas. Pero es vulnerable si sus raíces son poco profundas.
Las personas sin raíces son más vulnerables, más frágiles. Pueden ser heridas con facilidad. Caen ante los contratiempos. Para mantenerme firme en la vida necesito hondas raíces.
Escribe el poeta Francisco Luis Bernárdez: “Porque después de todo he comprendido, por lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”.
El árbol se alza en las alturas gracias a la profundidad de sus raíces. Sin ellas no tiene solidez. Sin ellas no es florido.
Me gusta verlo así. Lo que hace sólida mi vida no son las flores, ni las apariencias. Es la profundidad de mis raíces. Sin ellas me derrumbo ante la más mínima contrariedad.
La vida siempre trae consigo problemas, tensiones y contratiempos. Las raíces no se ven. Pero de ellas bebo y vivo. Me sostienen.
El reino de Dios son esas raíces que el mundo no aprecia. Me dan vida, me alimentan. Permanecen ocultas bajo la tierra y no destacan.
Lo que más importa en mi vida es lo que no se ve. Lo que nadie ve ni valora. El trabajo oculto, el esfuerzo constante, la entrega silenciosa, el sacrificio continuo. La profundidad de mi vida. De esa hondura depende mi solidez como persona y mi fecundidad. La profundidad de mi pozo.
San Ignacio escribió una frase clásica: “Nunca hay que coger los frutos de un árbol poniendo el hacha en las raíces”.
Sin raíces no habrá más frutos, ni vida verdadera. El tronco se seca y con él las ramas, las hojas, el fruto. Podré tener frutos un día, pero después, sin raíces, no volveré a florecer.
Por eso tengo que cuidar las raíces para asegurar que el fruto sea bueno, para que se fortalezca el árbol y pueda resistir las tempestades, y surjan más frutos.
¿Cómo son mis raíces? ¿Cómo es la profundidad de mi vida interior?
El Padre Kentenich habla de la alegría profunda que sólo es posible, permanente y honda cuando permanezco arraigado en Dios: “Exige un alto grado de amor a Dios y, al mismo tiempo, un muy fuerte desprendimiento del apego al yo y al mundo, un desvincularse del yo y del mundo, un vincularse en forma sumamente profunda a Dios, una fortísima intimidad con Dios y un estar cautivado por Dios”[2].
Un desapego del yo, del mundo, de lo que me quita la paz. Un apego profundo a Dios. Vivir cautivado por su amor. ¿Es eso posible?
“Ir en busca de Dios no consiste en salir de sí mismo para hallar un objeto en el mundo exterior, sino en separarse de este mundo y replegarse en uno mismo”[3].
Miro mi alma y dejo todo lo que me inquieta en la superficie de las aguas. Me detengo ante lo que se mueve en mis mares más profundos, allí donde me asusta navegar.
Me animo a descubrir mis deseos más hondos. Mis inclinaciones más arraigadas. ¿Cómo son las raíces de mi mundo interior? ¿Cómo es el pozo sobre el que me inclino para beber?
Vivo a menudo en la superficie y eso no me ayuda. Las noticias que saltan ante mis ojos me perturban. Todo lo que sucede llega a mis oídos con celeridad y me inquieto. No tengo tiempo para meditar en lo más profundo. ¿Hacia dónde estoy caminando?
Necesito que el árbol de mi vida sea más robusto. Necesito desconectar del mundo para conectarme con mis aguas. Necesito hondura para que mis ramas puedan cobijar a muchos. Necesito tener raíces profundas. Vivir arraigado en la tierra que piso.
Sueño con vínculos hondos. A personas, a lugares, a las ideas que me cautivan y enamoran. Profundidad tiene que ver con permanencia.
Cuando estoy arraigado en un lugar en profundidad me mantengo fiel en el mismo. Es un amor hondo, fiel, permanente. Un amor que permanece pese a las complicaciones que presente el camino de la vida.
Pienso en la tierra de María, en el Santuario en el que se arraiga mi corazón. En María se asegura mi crecimiento. María es mi Madre, es mi lugar de arraigo.
Allí puedo dejar mis penas y preocupaciones. Allí soy amado tal y como soy. Puedo dejar todo lo que me quita la paz y estar tranquilo.
En la tierra fértil del santuario todo cobra sentido. Allí descanso cada mañana y dejo lo que me inquieta. Noto el abrazo de Dios, y la mirada que cuida, y el agua que calma mi sed.
La semilla muere y da fruto. El árbol se alza firme. Si las aguas profundas de mi vida están tranquilas, no me importarán los vientos que levanten las olas en la superficie.
Si las raíces de mi árbol son hondas y fuertes, no temeré los vientos que todo lo mueven. Eso me conforta y sostiene.
Quiero profundizar cada día más. Quiero ahondar para llegar a las aguas más puras. Quiero tener raíces que sostengan el tronco de mi vida, y las ramas, y las flores.
Así es el reino de Dios que crece firme en lo oculto. Sin que yo me dé cuenta. Y así puedo descansar yo en ese Dios oculto, presente, firme. Y así podré ser yo descanso para otros. Un lugar en el que otros se cobijen.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66