Las grandes decisiones de mi vida han sucedido en el silencioMe gustaría aprender a hacer más silencio. Callar para escuchar mejor al que susurra. Hay muchos ruidos a mi alrededor.
Comenta el papa Francisco: “En el ruido interior no es posible recibir nada ni a nadie”[1]. Hay mucho ruido dentro de mí. Tengo el alma llena de gritos, preocupaciones, miedos y angustias. Cuesta acallar la voz profunda y dejar que las aguas revueltas de mis mares sigan su lucha febril.
Me gusta más el silencio. Y a la vez me incomoda. Es como si tuviera que hablar para llenar el vacío de palabras.
Decía san Juan Crisóstomo: “Habla solamente cuando sea más útil hablar que guardar silencio”[2].
Hablar sólo cuando sea más útil. Cuando merezca la pena decir palabras. Cuando sea necesario alzar la voz para hacerme oír.
Me gusta el silencio de mi alma. Cuando callo y pienso. Cuesta tanto aprender a callar. Las cosas verdaderamente importantes ocurren en el silencio. Allí donde no hay gritos, ni voces. Ni tambores ni fiesta.
”Las grandes obras de Dios ocurren siempre en el silencio. El momento en el que el cuerpo se une al alma y el momento en que esa alma se separa de su envoltura carnal son momentos de silencio, momentos divinos. Nada de lo que es de Dios hace ruido. Nada es violento. Todo es delicadeza, pureza y silencio”[3].
El silencio de un ser querido al despedirse. Su adiós sin palabras. Cuando el aliento último deja de estar presente y expira su último suspiro. Sin decir nada más. Sobran las palabras.
Las grandes decisiones de mi vida han sucedido en el silencio. Sin testigos ocultos. En la soledad de mi alma.
La iglesia crece en el silencio de la entrega. Ahí se hace profunda. No son los números los que impresionan. Ni los grandes discursos y homilías.
Es el silencio sagrado en el que Dios Trino habita. Hace morada en mi alma en silencio. Viene a mí para descansar en mi silencio.
Y yo me empeño en llenarme de palabras, noticias, acontecimientos, me lleno de mundo. Demasiados ruidos. Fuegos artificiales.
Asusta el ruido en medio de la soledad. El ruido de la oración en la que no hay cantos ni palabras que llenen el vacío.
Es verdad que ser callado no es sinónimo de hondura. Hay personas muy calladas que no son hondas. Simplemente saben callar. A veces no tienen nada que decir. Están a solas sin problemas.
No siempre hay hondura en el silencio. No siempre el pozo tiene agua profunda. A veces el pozo está seco, o lleno de piedras, o roto por dentro.
Pero es verdad que el silencio crea el espacio para que pueda haber profundidad en mi vida. Sin él ya es casi seguro que la profundidad de mi alma será poca. Con silencio es más fácil pensar que podrá haber una introspección mayor.
La lengua calla. Pero no callan tal vez los pensamientos o las preocupaciones. Muchas de ellas pueden ser superficiales y no tocar lo más verdadero y auténtico de mi vida.
Quiero más silencio para encontrarme conmigo mismo. Aunque en el silencio me cueste aceptar el rostro oculto que veo en mi interior. Mi fealdad, mi dureza.
Me veo a mí mismo con mis pasiones y contradicciones. Veo lo que de verdad sueño y deseo. Lo que espero y anhelo.
Y me puedo confundir. Pero sólo en el silencio dejo que Dios ponga paz y orden en mi alma inquieta. Allí entra mi Madre, María. Entra muy queda y me abraza.
Es allí, en el silencio más que en el ruido, donde me encuentro con Dios. Los dos solos. Los dos cara a cara, ya sin miedo.
Sé que Dios sigue llamando hoy a muchos a seguir su camino. Pero el hombre no escucha, no sabe cómo es su voz.
Decía la Madre Teresa: “Necesitamos encontrar a Dios, pero no podemos encontrarlo ni en el ruido ni en la agitación. Cuanto más recibimos en la oración silenciosa, más somos capaces de dar en nuestra vida activa. El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas. Necesitamos el silencio para poder acercarnos a las almas. Lo importante no es aquello que decimos sino aquello que Dios nos dice”[4].
Me inquieta el silencio abrupto. Me asusta la soledad. Pero es allí donde quiero estar. En la paz de ese silencio. En el encuentro callado donde Dios me habla y me habita.
Allí me dice que me quiere. Y yo me siento amado hasta lo más profundo. Pero tengo que pasar por esa ausencia de palabras. Tengo que atravesar el umbral del ruido y dejarme tocar por su presencia silenciosa.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66