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Me canso, oculto mis sentimientos, ¿cómo revivir?

IMIĘ DLA CHŁOPCA

Romuald. W 2017 roku w Polsce to imię dostali tylko trzej chłopcy. Święty Romuald z Camaldoli (952-1027) był założycielem pustelniczego zakonu kamedułów. Pochodził z zamożnej rodziny z Rawenny. Najpierw wstąpił do benedyktynów – ponoć żeby zadośćuczynić za grzechy ojca, który zabił swojego krewnego. Jednak tęsknił za życiem samotnym, więc rozpoczął je najpierw w ramach zakonu benedyktyńskiego, a później zamieszkał w pustelni koło rodzinnej Rawenny. Wkrótce takie eremy zaczęły powstawać w całych Włoszech. Mnisi z tego zakonu mieszkają pojedynczo w małych domkach, zbierając się tylko na wspólną modlitwę. Zachowują ścisłe milczenie i nie jedzą mięsa.

Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/05/18

La sociedad nos ha enseñado a disimular nuestras discapacidades y a engañar para aparentar lo que no somos

No es fácil alegrarse y sonreír en cada circunstancia de mi vida. Me angustio con los contratiempos. Tengo miedo y no disfruto todo lo que me ocurre. Ante las críticas pierdo la paz. Cuando no logro el éxito, me pongo triste. No hago fiesta con todo lo que me pasa.

Me impresiona ver cómo los protagonistas de la película Campeones viven la vida. El director de la misma, Javier Fresser, decía: “Tienen una capacidad para convertir en aventura cualquier cosa que pase”.

En su discapacidad intelectual saben disfrutar de cada momento. Se alegran con todo lo que les ocurre. Saben reír y llorar. Saben hacer fiesta de cualquier contratiempo.

Se alegran como niños con las cosas más cotidianas. Con los despistes, con los tropiezos, con las pérdidas. Son auténticos, no tienen máscaras.

Añade el director: “Me han enseñado a entender y aceptar mis discapacidades, que son muchas. La sociedad nos ha enseñado a disimular nuestras discapacidades y a engañar para aparentar lo que no somos. Para paliar lo que no nos gusta de nosotros. Cuando descubres personas que hacen de su condición una ventaja de la que incluso hasta presumen, es la lección más enorme. Ellos carecen de ego. Nosotros somos todos muy complicados”.

Viven la vida como niños enamorados del presente. Esa forma alegre y despreocupada de vivir la vida es la que yo deseo para mí.

Quiero una capacidad sencilla para aprender a llevar mis discapacidades, que también son muchas. Creo que tengo mucho que aprender para ser niño.

Me refugio en mis máscaras y no soy auténtico, no soy yo mismo. Oculto mis discapacidades, mi ego es muy grande. Miro bien lo que digo y lo que hago, no vaya a cometer errores.

Me gusta demasiado ser valorado. No quiero quedar nunca mal. Si me critican en algo, intentando que mejore, no me lo tomo bien. Me cuesta aceptar la verdad que me muestran. ¡Qué frágil soy en mi discapacidad!

Soy un analfabeto emocional que va mendigando cariño y reconocimiento por la vida. Y al mismo tiempo no sé expresar mis afectos. Los escondo detrás de una muralla. Para no ser herido, para que no me hagan daño.

Me guardo mis abrazos y mis “te quiero”. No quiero que me rechacen. No sé por qué no sé expresar la ternura.

Leía el otro día: La ternura de una mirada es capaz de llevar el consuelo y el sostén de Dios[1]. La ternura amansa el fin del mundo. Amansa mi alma cuando la doy y amansa el alma de aquel que la recibe.

Quiero aprender a amar más. Quiero ser más niño y disfrutar la vida con todo lo que tengo.

Me cuesta a veces alegrarme con lo que me sucede. Las exigencias del día a día. Las responsabilidades que asumo. Me da miedo esa tarea que me toca hacer. No deseo el fracaso. Me dan miedo los encargos porque veo en ellos una carga pesada.

Si tuviera corazón de niño estallaría lleno de alegría recibiendo una nueva tarea. Gritaría con entusiasmo: “Sí, yo lo hago”.

Pero me veo rehuyendo las tareas y los quehaceres. Evito asumir yo lo que otros pueden hacer. Espero a que alguien levante la mano y se ofrezca. ¿Por qué siempre yo? Me vencen el cansancio, la pereza, la desgana.

Me gusta el entusiasmo de los niños ante un nuevo desafío que se presenta. Me gustaría ser así. Quiero un corazón de niño. Quiero alegrarme con las cosas pequeñas de cada día. Con lo cotidiano, sin exigir grandes cosas.

Quiero asumir la nueva tarea con una sonrisa. Ser yo mismo siempre, sin maquillaje ni máscara ninguna. Dejar mi ego a un lado. Es tan pesado. ¡Qué difícil vivir así la vida!

Un corazón alegre que vive lo viejo como nuevo, lo de siempre como novedad. Y sonríe y se alegra siempre.

Esa mirada confiada de los niños me enseña tanto… Es como la fuerza del Espíritu de Dios que todo lo cambia en mi interior y me rejuvenece. Me hace nacer de nuevo y ser más niño. Hace que lo duro se vuelva blando en mi interior.

Creo en la conversión del corazón. Creo en los milagros que puede obrar en mí el Espíritu Santo. Su paso por mi alma tiene que ver con hacerme más niño. Una fuente de vida.

Necesito volver a nacer para crecer y madurar en mi camino de santidad. Quiero hacerme más puro, más tierno, más de carne, más humano, más de Dios. Un corazón confiado e inocente es lo que el mundo necesita.

Quiero vivir la vida de forma apasionada. Venciendo las rigideces que me limitan. Acabando con la sequía que llevo dentro. Quiero el calor que venza mi hielo profundo.

Tengo el alma llena de discapacidades. No sé amar como los niños. Quiero aprender a aceptar y besar mis discapacidades. Son parte de mi camino.

Necesito aprender a abrazar y expresar mi ternura. Mis palabras pueden dejar de ser formales y medidas. Si tuviera esa inocencia para abrazar la vida todo sería distinto. Con eso sueño. Con ser más niño.

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

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