Detenerme con los ojos, sonreír, llegar al alma, levantar, sanar,… la Virgen enseña a mirar con el corazónMe gusta la mirada de María. Me gusta cómo me mira. Me mira siempre cuando entro al santuario. Da igual dónde me siente. Ella me mira. Y yo la miro a Ella. Nos miramos. En eso creo que consiste la oración. En eso consiste el amor.
Al principio, en toda relación, son necesarias las palabras. Pero luego, con el paso del tiempo, las miradas tienen más importancia, más peso.
Cuando conozco a alguien basta con mirarlo para saber en qué está pensando. O qué le preocupa. O qué quiere. El amor hace que la mirada capte las más leves insinuaciones del alma. Sobran las palabras.
Leía el otro día: “Al principio la reina es la palabra. Hay mucho que descubrir del otro. Con el tiempo va ganando terreno la presencia silenciosa. Basta con estar juntos, porque la mirada expresa más que las palabras. En la relación con Dios hallamos ese mismo movimiento. Como toda relación, posee su historia, su desarrollo”[1].
El silencio suple la verborrea. No pasa nada por estar en silencio. El uno frente al otro, los dos callados. Una mirada llena de sentido basta. Llena el espacio infinito entre dos almas.
Con María también sucede. Una historia de amor con Ella. Ella me mira. Yo la miro. Nos miramos. Y en ese intercambio de miradas sucede el milagro de su presencia transformadora. Su abrazo eterno. Todo lo va llenando con su amor infinito.
Creo que cuando amo veo más de lo que veo cuando soy indiferente. El amor no es ciego. Ve debajo del agua. Ve lo que nadie ve. Comenta Ortega y Gasset: “El amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz porque el amante ve cosas que el indiferente no ve, y por eso ama”[2].
El amor hace que mi mirada sea más honda. Miro a María y veo en Ella más de lo que vería si no la quisiera. Y Ella ve todo lo que hay en mi corazón herido. Intento taparme y Ella mira más hondo.
Me gustaría aprender a mirar así. Es un arte que no siempre domino. Camino rápido sin detenerme a mirar.
El alma se me llena de indiferencia al pasar de largo por delante de tantas cosas y personas. No miro, simplemente mis ojos captan presencias, pero no se detienen ante ellas. Mi mirada es poco profunda.
Me quedo en lo que me molesta, en lo que quisiera cambiar de los otros. Veo más sus miserias que sus riquezas. Lo que no está bien, lo que me inquieta. Y paso por alto lo que funciona.
No veo a Dios escondido bajo la piel. No veo el rostro de Jesús en su rostro humano. No miro bien, para ser sincero.
María me puede enseñar a mirar como Ella mira. Ella observa. Se detiene con calma. Ve que no tienen vino en Caná. Ve que los apóstoles necesitan una Madre. Ve que su hijo necesitaba su presencia silenciosa en el Calvario.
María sabe mirar. Así mira Dios. Así quiero mirar yo. Detenerme ante cada persona y mirar en lo más hondo.
Hay personas que te miran y sus ojos parece que llegan a lo más profundo del alma. Es como si vieran lo que hay en mí sin necesidad de dar explicaciones. Me miran y saben lo que siento, lo que me duele, lo que me entristece.
Dice la canción Color esperanza de Diego Torres: “Sé qué hay en tus ojos con solo mirar. Que estas cansado de andar y de andar. Y caminar girando siempre en un lugar”. Esa mirada es la de Dios.
Por más que intente ocultar mi estado, María lo descubre. Así quiero aprender a mirar yo. Quiero acoger con los ojos. Sonreír cuando miro. Detenerme con mis ojos al mirar, y evitar que mis pasos sigan su rumbo.
El tiempo no siempre es tan importante. Si aprendo a mirar me relajo. Dejo de darle tanta importancia a mi agenda. A lo que me toca. El imprevisto manda.
Me detengo ante el que sufre, ante el que me necesita. No importa lo que está por venir. Vivo en presente.
Quiero aprender a mirar con el corazón: “Debes dejar de mirar el mundo con la mente. Tienes que mirarlo con el corazón. Así llegarás a conocer a Dios”[3].
Hay tantas personas que necesitan ser miradas así. Quiero tener una mirada comprensiva que sepa acoger y ver a Dios en el alma de aquel a quien miro. Necesito una mirada enaltecedora.
A veces miro mal. Con desprecio, con odio, con rabia. Esa mirada hace daño. Me gustaría mirar con paz, con alegría, con bondad. Una mirada bondadosa que levanta al caído, al que se siente herido, al que ha tocado el desprecio de muchos.
Una mirada que mira al que nadie mira. Al que no parece digno de ser mirado. Al culpable, al indigente, al que no tiene hogar, ni amigos, ni recibe amor cada mañana.
Esa mirada que sana el corazón herido es la que yo quiero. Una mirada que brota de un amor verdadero.
María me mira así. Y yo la miro a Ella. Quiero aprender a mirar como Ella me mira.
Quiero también aprender a mirarme a mí mismo con paz. Con misericordia. Me recuerda la psicóloga Mirta Medici: “Te deseo que te animes a mirarte, y que te ames como eres”. Una mirada como la de Dios sobre mí mismo. Una mirada llena de comprensión y misericordia.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[3] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama