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Nuestra mente es extraordinariamente poderosa y hábil para dirigir nuestra conducta. Gracias a ella realizamos todos los procesos de pensamiento racional, pero también en ella se dejan sentir unas fuerzas extraordinariamente poderosas: las emociones.
Muchos de nosotros tendemos a pensar que la toma de decisiones es un proceso en el que dos mecanismos separados y opuestos están comprometidos en una lucha crítica por tomar un decisión.
El mecanismo emocional e impulsivo dentro de nosotros al final elige algo malo, mientras que el mecanismo racional e intelectual que también llevamos dentro de nosotros lenta y laboriosamente nos lleva finalmente a tomar la decisión correcta.
Esta idea, que también fue compartida por muchos científicos hasta hace unas décadas, es simplista y equivocada por el simple hecho que nuestros mecanismos emocionales e intelectuales trabajan juntos y se apoyan mutuamente. En ocasiones están ligados de tal forma que es imposible separarlos.
El valor de la emoción y de la intuición en la toma de decisiones
En muchos casos, una decisión basada en la emoción o intuición puede ser mucho más eficiente y de hecho mejor, que llegar a una decisión tras un análisis exhaustivo y riguroso de todos los posibles resultados e implicaciones netamente racionales.
Un estudio realizado en la Universidad de California en Santa Bárbara demostró que en situaciones de enojo moderado nuestra capacidad de distinguir entre afirmaciones relevantes e irrelevantes se acentúa en cuestiones controvertidas.
Otro estudio revela que nuestra inclinación al enfado crece en situaciones en las que podemos beneficiarnos de la ira. En otras palabras, hay lógica en la emoción y a menudo emoción en la lógica.
La necesidad de tomar decisiones, a veces tan difíciles como la que atormentaba a Hamlet y que Shakespeare inmortalizó en su conocido monólogo, no es patrimonio exclusivo de la razón pura.
La asignación de significado afectivo a un estímulo determinado puede tener lugar sin que seamos conscientes de ello. Es decir que, aunque muchas veces nos percatemos de nuestras emociones, no son pocos los casos en que nos pasan desapercibidas.
Más aún, es posible que el eslabón siguiente, la producción de reacciones corporales al contenido emocional, también se produzca sin que tengamos conciencia de él.
En esto existe una gran variabilidad que no sólo se debe a factores genéticos, sino también a la atención que el cuerpo y sus sensaciones hayan recibido durante la infancia y la adolescencia.
Vida consciente alejada del cuerpo y las emociones
Aunque parezca sorprendente, vivimos en una sociedad en la que el cuerpo interno o visceral no recibe demasiada atención y es habitual encontrar personas en las que su vida consciente acaece en una esfera bastante alejada del cuerpo y de sus vivencias.
Es frecuente encontrar una verdadera desconexión y en casos extremos una auténtica disociación entre las vivencias psíquicas y las sensaciones corporales.
La nueva frontera del conocimiento sobre las emociones está modificando toda nuestra visión sobre la relación entre el pensamiento y el mundo afectivo del ser humano. Y estamos comprendiendo cada vez más que toda nuestra vida se haya gobernada por el timonel misterioso e inquietante de nuestros más profundos sentimientos.
Aprender a escucharnos a nosotros mismos, a dar espacio a nuestro mundo emocional es un paso necesario para no perder el contacto con la realidad.