Según la Organización Mundial de la Salud una pandemia es una “nueva enfermedad que tiene propagación mundial”.
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Se trata de una epidemia con carácter global. Existen epidemias más o menos cíclicas, como es el caso de la gripe, y esta se convierte en pandemia si no existe la protección sanitaria previa pertinente. La definición más exacta de pandemia sería “infección por un agente infeccioso, simultánea en diferentes países, con una mortalidad significativa en relación a la proporción de población infectada”. Ahora mismo, la mortalidad ya no es un dato significativo para declarar una pandemia, pues los ratios de la misma a veces son muy escasos porcentualmente respecto al número de personas que sufren, por ejemplo, una gripe severa.
Al estar en un mundo globalizado las pandemias tienen alcance mundial y su tratamiento sólo puede ser abordado bajo la colaboración internacional. Aún así, los logros sociosanitarios en los últimos cien años han sido tremendamente eficientes si se atienden, al menos, a los números.
En términos comparativos la última pandemia que causó alarma internacional fue la del ébola. Desde 2014 se calcula que hubo 11.300 muertes y 28.000 infectados. Sin duda, un dato desgraciado, pero comparativamente insignificante si se pone al lado de los más de 40 millones de muertos que supuso la llamada “gripe española” de 1918 (existen datos de hasta 50 millones).
Las pandemias tienen un efecto devastador porque o bien son virus mutados de enfermedades conocidas (como la gripe) o bien son enfermedades nuevas que por su misma novedad y fácil propagación se desconoce el tratamiento de choque, prevención y curación. En este último caso, el efecto mediático con tintes alarmistas y catastróficos es casi irremediable pues la novedad de la enfermedad es proporcional al desconcierto inicial de las medidas sanitarias y a la incertidumbre e inseguridad provocada en la ciudadanía.
Con estas ideas en la mano cabe preguntarse si acaso de forma silenciosa y casi imperceptible la soledad es una de esa nuevas “enfermedades pandémicas” que se está inoculando silenciosa pero eficazmente en nuestras vidas.
Ciertamente, declarar “la soledad como una enfermedad” es moverse en terreno pantanoso. La soledad puede ser entendida como un sentimiento, como un estado elegido, etc., pero aún es extraña definirla como una enfermedad. Pero si se atiende a la definición de salud de la OMS, el contraste mismo puede dejar entrever dos nuevas perspectivas.
La OMS define la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Así, en primer lugar, cabe decir que la enfermedad ya no es algo simplemente fisiológico, ni tan siquiera psicológico, sino también social y cultural, es decir, estructurada en nuestra forma de vida.
Por otro, y como cualquier pandemia, puede ser sufrida en distintos países a la vez y propagarse no tanto bajo cauces metabólicos sino bajo influencias culturales.
¿Dónde han empezado a localizar los estudiosos del tema la soledad como enfermedad? En el Occidente Moderno y en los países más desarrollados.
El primer dato que surge como síntoma del problema de la soledad es el informe sobre la felicidad de los países que la ONU empezó a hacer desde hace pocos años.
En ese informe se incluían variables como seguridad social, asistencia sanitaria universal, libertad de expresión, calidad jurídica en relación a los derechos humanos, etc., esto es, variables que fueran más allá de los simples datos económicos como renta per cápita o el PIB del país.
La paradoja: de la felicidad al suicidio
Ahora bien, si se cogen de ese informe los 10 países más “felices” y se comparan con la tasa mundial de suicidios, el dato es significativo.
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Según en el World Happiness Report de la ONU de 2017, entre los más de 150 países del mundo, los diez primeros de ese ranking superan la media mundial de suicidios. La media global en 2015 era de 10,67 por 100000 habitantes. Este es el cruce de los diez países más felices según la ONU y su tasa de suicidios en 2015:
10 países más felices del Mundo
Datos de la ONU. 2017 | Suicidios por 100.000 hab. 2015.(Últimos datos contrastados) |
Noruega | 10,9 |
Dinamarca | 12,3 |
Islandia | 13,1 |
Suiza | 15,1 |
Finlandia | 16,3 |
Países Bajos | 11,9 |
Canadá | 12,3 |
Nueva Zelanda | 12,6 |
Australia | 10,8 |
Suecia | 15,4 |
¿Cómo se explica que lo países más “felices” superen la tasa de suicidio mundial? Cierto es que las tasas de suicidio en estos países tiene una tendencia a decrecer, y en general en el tema del suicidio hay dos hechos generalizados a tener en cuenta.
Uno es el alto número de suicidios en personas ancianas y, por otro, el porcentaje de hombres que se suicidan suele doblar o hasta triplicar al de mujeres.
Pero no sólo eso, de esos diez países, Islandia, Suecia, Canadá, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Nueva Zelanda, Australia, están en la cabeza de los países con más ciudadanos que consumen antidepresivos según datos de la OCDE. En el caso de Islandia era uno de cada diez.
Recientemente, el neuropsicólogo John Cacioppo ha subrayado que según sus estudios la soledad en países como USA puede incrementar notablemente el riesgo de mortalidad prematura en las sociedades occidentales.
Parece que la soledad está siendo redescubierta como una de las nuevas pandemias de la cultura actual y las alarmas están sonando con mayor fuerza en distintos lugares e instituciones.
“Un análisis reciente, cuenta Cacioppo —de 70 estudios combinados con más de tres millones de participantes— demuestra que la soledad incrementa las probabilidades de mortalidad en un 26%, aproximadamente igual que la obesidad. El hecho de que más de una de cada cuatro personas en los países industrializados pueda estar viviendo en soledad, con consecuencias seguramente devastadoras para la salud, debería preocuparnos”.
En 2014 una encuesta reveló que uno de cada diez ciudadanos británicos decía no tener verdaderos amigos, que uno de cada cinco decía no haberse sentido querido (al menos en las dos semanas previas a la encuesta), que el contacto con la gente se daba más en el trabajo que con las personas queridas y uno de cada cuatro encuestados decía no tener amistades de ningún tipo en sus puestos trabajo.
También la relación con los vecinos era mínima entre los británicos (sólo superada por los alemanes). Francia, Dinamarca y Gran Bretaña eran los países en los que más gente afirmaba que no tenía a alguien en el que de verdad confiar si se le presentaba un problema serio (pueden verse estudios en las web de la fundación Relate). En Estados Unidos, en los años 50, se calculaba que cinco millones de personas vivían completamente solas, mientras que actualmente son cerca de 30.
Hace menos de dos meses se anunciaba que Reino Unido iba a crear, por primera vez en la historia, una secretaría de Estado específica para el tema de la soledad.
Un problema de Salud
Por lo visto, las personas que se sienten solas tienen un elevado nivel de cortisol (hormona del stress), problemas circulatorios, cardiovasculares, suelen ser inmunodeficitarios, padecen problemas de insomnio, etc.
Es decir, la soledad se ha convertido tanto un problema psicológico cuanto de salud pública, dicho de otra forma: la soledad ya no es una cuestión psicológica (sentirse solo) sino también cultural y médica.
Tal es así que la Association for Psichological Science emitió un número especial sobre el problema de la soledad en 2015 donde aperecía el tema de la soledad con nuevos conceptos no psicológicos sino mediáticos: “estar solo” era estar desconectado, estar aislado, las redes sociales, las redes virtuales, las condiciones materiales, socioeconómicas y laborales.
Más aún: cuando se le preguntó a la psicóloga y profesora de la universidad de Colonia, Maike Luhmann, sobre cómo se medía la soledad en sus estudios (más de 16.000 encuestas), la investigadora dijo que era muy difícil de medir, pero que una de las preguntas clave a sus encuestados era: “¿se siente conectado con los demás?”.
En Japón ya es aceptado que un sujeto pague por pasar tiempo con animales, pasearlos, abrazarlos, etc., y, por si un perro no fuese suficiente también podría pasar una hora jugando con un erizo. En el caso de que un animal fuese demasiada responsabilidad, interferencia o molestia, existe también la posibilidad de tomar un café a solas con animales de peluche sentados en la misma mesa, incluyendo, por supuesto, dos cafés.
Hace poco se puso operativo en Japón un servicio en el que uno puede abrazarse con extraños, e incluso echar una siesta por módicos precios. Por ejemplo, mirarse en esa “siesta” a los ojos durante 1 minuto cuesta mil yenes, y si el cliente quiere apoyarse en el regazo (3 minutos) vale otros mil, pero si quiere que se apoyen en su regazo vale dos mil (también 3 minutos).
Como el servicio lo ofrecen mujeres este fenómeno podría verse desde el punto de vista del género y la mercantilización de la sexualidad, pero el asunto está lejos de esa interpretación, pues en Japón la sexualidad está sufriendo una transformación tan inesperada que los propios discursos sobre género no sabrían integrar.
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En el año 2015, una encuesta realizada por el National Institute of Population and Social Security Research entre adultos comprendidos entre los 18 y los 34 años, destapó que el 70% de hombres y el 60% de mujeres no tienen pareja.
El aumento de la soltería no era sin embargo algo distinto respecto de otros estudios (se realizan cada cinco años), ni especialmente nuevo en la comparativa con otros países. Lo que dejó preocupado al Ministerio japonés en términos de tasas de natalidad era que en esa franja de edad, el 42% de los hombres y el 44,2% de las mujeres declaraban que nunca habían mantenido relaciones sexuales con nadie. El dato revelaba que la gente no sólo estaba soltera, sino que estaba sola.
Todos estos datos son pequeños y paradójicos síntomas que los estudiosos y científicos están empezando a ver con preocupación. la soledad ya no es un síntoma psicológico, sino que parece que está empezando a ser una forma de vida que tiene connotaciones fisiológicas enfermizas y que, por lo visto, como las pandemias, se está propagando de forma alarmante.
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