La ley fundamental del mundo es el amor, y no la justicia¡Cuántos hijos hay que no se sienten amados por sus padres! Un hijo que no sabe si su padre lo quiere. Que no lo ha escuchado nunca de sus labios. La carencia de un abrazo. El silencio que ahoga un “Te quiero”.
Un padre ausente. Una madre que no contiene y no abraza. Y el dolor del hijo como una punzada en el alma. La soledad que hiere. El amor ausente. Cuando mi corazón desea ser amado, ser predilecto, ser elegido, ser bendecido.
Mi corazón está hecho para ser amado siempre. Y tantas veces soy herido. Por la vida, por los silencios, por los vacíos.
Y noto la ausencia de ese padre que no me afirma, no me levanta sobre la tierra. No me hace creer que valgo. ¡Qué importante es que la familia sea el espacio donde me sé amado y encuentro la paz!
Comenta el papa Francisco en Amoris Laetitia: “No hay familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos. Tenemos quejas de los demás. Decepcionamos unos a otros. El perdón es vital para nuestra salud emocional y la supervivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en una arena de conflictos y un reducto de penas. El que no perdona se enferma física, emocional y espiritualmente. Y por eso la familia necesita ser territorio de cura y no de enfermedad. El perdón trae alegría donde la pena produjo tristeza”.
Tantas heridas por no haber escuchado nunca un “Te quiero”. O por haber experimentado el rechazo o la indiferencia.
Necesito saberme amado. Necesito perdonar. Quiero tener ciertas certezas para poder levantarme cada mañana.
¡Cómo creer en el amor de Dios Padre cuando mi padre en la tierra no me ha mostrado cuánto me quiere!
El otro día leía: “Es momento para la honestidad, para la verdad. ¿No crees que el Padre ama mucho a sus hijos, verdad? En realidad no crees que Dios sea bueno”[1].
¡Cómo creer en ese amor intangible, cuando no he tocado el amor tangible! Cuesta creer en ese Dios bondadoso que no acaba con el mal. Que no me demuestra con hechos tangibles que me ama y elige.
El corazón se rebela ante la injusticia. No tolera el desprecio. Necesito saberme amado para poder darme, para poder amar bien, sin mendigar, sin retener, sin herir. ¡Qué difícil!
Tengo una idea equivocada de Dios. Porque quizás el amor humano de mi padre no me ha sanado en mi imagen.
El padre José Kentenich no tuvo un padre humano que lo amara en la tierra. Pero María sanó su corazón y llegó a tener una imagen de Dios infinitamente misericordioso.
Toda su vida se centró en el deseo de entregar a sus hijos esa imagen de Dios: “La ley fundamental del mundo es el amor. Y no la justicia, como opinan muchos cristianos que tienen un temor servil ante Dios, y consideran que vivir es cumplir reglas todo el día. ¡Qué imagen de Dios tan equivocada y digna de lástima! Allá arriba está el Dios Justo; me ha vuelto a sorprender en una falta y me castigará a su antojo”[2].
Necesito que la imagen del Dios misericordioso esté viva en mi corazón. Un Dios que se alegra con mi vida en medio de mis caídas.
Cuando no estoy a la altura que yo mismo me exijo. Cuando no cumplo todo lo que me propongo. Cuando no soy perfecto y sólo puedo pedir perdón.
Necesito sentir el abrazo de mi Padre Dios que me perdona siempre. Me sostiene cada día en medio de mi vida. Y me recuerda que me quiere. Me ama como soy, donde estoy.
Me mira como lo más precioso. Sana mis heridas para que no me duelan. Y me dice que soy su predilecto, su hijo elegido, su amor más grande.
Aunque a veces, sin apenas darme cuenta, me veo mirando a Dios como ese juez implacable dispuesto a imponer justicia y acabar con la mediocridad de mi vida.
Me veo juzgado y condenado. Me entristece ver cómo esa imagen de Dios juez se ha metido en mi corazón de hijo herido. Y no sé muy bien cómo.
Tal vez en algún rincón de mis recuerdos familiares guardo heridas que no conozco. Hay palabras presentes en el aire de mis recuerdos que permanecen quietas esperando a que de nuevo las escuche. Palabras de reproche, de condena.
Y, es curioso, las palabras de aceptación, de reconocimiento, tienen menos fuerza después de haber sido herido. Mil veces tengo que escuchar ese “Te quiero” para empezar a creer que es posible cambiar la imagen de Dios en mi alma.
Necesito ver esos ojos conmovidos, con lágrimas, mirando mi tristeza. Y tocar con mis manos el perdón. Y acariciar una misericordia imposible cuando soy yo el que no perdona ninguna de mis faltas.
Quisiera tener un corazón nuevo. Un corazón de niño. Es lo que me salva. Levantarme de nuevo en medio de mi barro y sentir que una mirada alegre sostiene mis pasos torpes. Quiero ser más niño. Más puro. Más ingenuo. Para asombrarme ante la vida y sonreír siempre.
Decía el Padre Kentenich: “No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios”[3].
Necesito volver a sentirme como niño. Un corazón de niño que se sabe amado por Dios y confía y no teme.
Quiero hablar de ese Dios que es padre bueno y misericordioso. Quiero tocar a Dios que me enseña a ser hijo para luego poder ser padre. Que me dice cuánto valgo a sus ojos. Y rescata mis victorias y mis logros.
Ese Padre que me mira con beneplácito, conmovido. Haga lo que haga. Esté donde esté. No importa. El amor de Dios no cambia. Permanece.
Hacen falta tantos hombres capaces de amar de forma incondicional. Haga lo que haga. ¡Qué difícil! Está tan condicionado mi amor…
El amor saca lo mejor que hay en mí. Me hace capaz de lograr cosas grandes. Me hace confiado como los niños que descansan en la paz de su padre.
Leía el otro día: “No se puede producir confianza, así como no se puede hacer humildad. Es o no es. La confianza es fruto de una relación en la que sabes que eres amado. Pero como no sabes que te amo, no puedes confiar en mí”[4].
Cuando no me sé amado. Cuando no escucho esa voz que me rescata de mi abandono. Cuando no me siento abrazado. En mi soledad y ausencia de amor, desconfío.
La confianza sólo crece en medio del amor, en medio de un abrazo. Un niño amado confía y se abandona. No cuestiona el amor del Padre que lo ama.
Me gustaría ser siempre así. Un niño confiado. No quiero dudar nunca del amor de Dios. Ni tampoco del amor de los hombres.
[1] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] Young, Wm. Paul. La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad