Detrás de un emporio multimillonario está Gabrielle, una singular mujer que para muchos es ejemplo de lucha personal y a favor de la libertad de las mujeres. Para ello tuvo que desafiar y romper más de una regla de la moda de su época.
Diseñó ropa de apariencia sencilla no sólo por una cuestión de estilo. Fue su manera de decirle a las mujeres: dejen que sea su personalidad la que hable, no su ropa, porque “la belleza comienza en el instante en que decides ser tú misma”.
Su vida no fue fácil. Nació en un hogar humilde y que aprendió a coser con las monjas del orfanato donde tuvo que pasar muchos años tras la muerte de su madre y el abandono de su padre cuando tenía tan sólo 11 años.
Sus hermanos varones fueron a parar en familias campesinas, donde hacían trabajo de campo a cambio de cubrir sus necesidades básicas de alimentación y vivienda. Pero Gabrielle y sus dos hermanas fueron enviadas a un convento que servía de orfanato y donde, además de ciertas clases, se les enseñaban las labores clásicas de las mujeres de la época, como coser.
Años más tarde, Gabrielle negaría esta historia y dijo que no había ido a un orfanato sino a casa de unas malvadas tías, donde “el amor era un lujo y la infancia un pecado”. Muchos aseguran que probablemente prefirió esta versión, no por un tema anti-religioso, sino por temor a ser rechazada aún más por una sociedad llena de tabúes y prejuicios.
A sus 18 años, Gabrielle pudo salir del convento en Aubazine para irse a otro en el centro de Francia. Sólo estuvo un año y enseguida consiguió trabajo en una pañería, donde se especializaban sobre todo en trajes de hombres.
También se sintió atraída por el escenario (otro trabajo que no le venía mal para pagar sus gastos) y empezó a cantar en pequeños bares y cafés. Su gran número era una melodía sobre un perrito llamado Coco , una canción tan contagiosa que “Coco” se volvió su sobrenombre.
En búsqueda de fama y fortuna, Gabrielle invirtió su dinero en clases de canto y trajes para intentar impresionar a agentes de clubes más exclusivos. No sirvió de nada y quedó en la bancarrota, pero recibió la ayuda de Étienne Balsan, un hombre adinerado que había conocido en la pañería y que creía fielmente en su talento.
Él le enseñó a montar a caballo y la llevaba a todas las grandes fiestas para que hiciera algo de relaciones públicas.
Coco empezó a codearse con la alta sociedad y, sobre todo, se dio cuenta lo particularmente incómoda que era la ropa de mujer a la hora de practicar equitación o al estar en estas grandes veladas. Años más tarde, inventaría su famosa cartera 2.55, que era un clutch de noche con una cadena para poder colgarla en el hombro y tener las manos libres.
Aunque tenía el apoyo de Balsan, Coco vivía en un mundo muy competitivo, de apariencias. Las mujeres con las que se codeaba usaban pieles y grandes joyas. Ella en cambio se hacía su propia ropa, más sencilla y masculina, ¡y más práctica! Así comenzó a destacar.
Tres años después, Balsan le ofreció su apartamento en París para que lo usara de atelier y persiguiera una carrera como diseñadora.
Gabrielle empezó haciendo sombreros (las monjas de su infancia le habían enseñado bien el arte de la aguja) y los vendía justamente a esas mujeres que había conocido. Enseguida se convirtieron en un éxito en la alta sociedad parisina.