¿Los primeros cristianos tenían la costumbre de hacer la señal de la cruz? Pues parece que sí
Cada vez que nos santiguamos llevamos a la práctica una gran lección de teología en la vida diaria: ponemos la cruz de Cristo desde nuestra cabeza a nuestro corazón y del hombro izquierdo al derecho, para que Jesús bendiga nuestros pensamientos, nuestros amores y el trabajo de nuestras manos, a la vez que invocamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tres personas distintas en la unidad de un solo Dios verdadero.
La historia de la señal de la cruz tiene su origen en un pasado tan lejano como Tertuliano, el padre de la iglesia primitiva que vivió entre los años 160 a 220 d.C.
Tertuliano escribió, “En todos nuestros viajes y movimientos, en todas nuestras salidas y llegadas, al ponernos nuestros zapatos, al tomar un baño, en la mesa, al prender nuestras velas, al acostarnos, al sentarnos, en cualquiera de las tareas en que nos ocupemos, marcamos nuestras frentes con el signo de la cruz”.
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Originalmente, se trazaba una pequeña cruz en la frente con el pulgar o un dedo. Mientras que resulta difícil señalar exactamente cuándo se cambió el trazo de la pequeña cruz en la frente a la moderna práctica de trazar una larga cruz desde la frente hasta el pecho y de hombro a hombro, lo que si sabemos es que este cambio ocurrió por el siglo XI d.C., cuando el Libro de Oración del Rey Enrique menciona una instrucción de “marcar con la santa cruz los cuatro lados del cuerpo.”
La señal de la cruz en la vida del cristiano
Hacer la señal de la cruz, santiguarse, es una costumbre cristiana que tiene sus raíces en los primeros tiempos de la Iglesia, como vemos en los textos que aparecen a continuación…
1. Haced la señal de la cruz al comer, al beber, cuando os sentáis y cuando os acostáis, y para decirlo en una palabra, en todos tiempos y en todas ocasiones (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 4, 3)
2. En todas las cosas de nuestra religión nos valemos de la señal de la cruz. Por esto la cruz se llama signo, porque usamos de ella con el fin de que no se acerque mal alguno que nos infecte (San Juan Cristóstomo, Sobre la adoración de la preciosa Cruz, 257).
3. Que nadie se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación […]; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo, en efecto, entra en nosotros por la Cruz. Cuando hemos de regenerarnos, allí esta presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando se cumple cualquier otro misterio, allí esta siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos, en nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y en el corazón. Porque este es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del genero humano, el signo de la bondad de Dios para con nosotros (San Juan Cristóstomo, Homilía sobre San Mateo, 54).
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4. Todos los suplicios parecen crueles, pero sólo el de la cruz atrae maldición: Maledictus a Deo est qui pendet in ligno (Deut. 21, 23). Pero he aquí que lo que era maldición se ha convertido en objeto de amor y de deseo. No hay mejor joya en la corona imperial que la cruz que la remata […]. En las casas, en las calles, en el desierto, en los caminos, en los montes, en las cascadas, en las colinas, en el mar, en el bosque, en las islas, en los lechos y en los vestidos, en las armas y en los talamos, en los convites y en los vasos religiosos, en las joyas y en las paredes decoradas, en los cuerpos de los animales enfermos, en los cuerpos de los hombres posesos, en la guerra, en la paz, en el día y en la noche…, todos buscan su inefable gracia. Nadie se avergüenza de este signo de la cruz. (San Juan Crisóstomo, Homilía sobre San Mateo, 54).
5. La cruz nos trae admirable utilidad: ella nos sirve de arma saludable y es un escudo impenetrable contra los ataques del demonio. Armémonos con la cruz en la guerra que nos hace, no llevándola solamente como estandarte, sino sufriendo los trabajos que son el verdadero aparato de la cruz (San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la Epístola a los Filipenses, 13, 355)
6. Los fieles tienen la costumbre de armarse con la señal de la santa cruz, y nosotros nos hemos servido siempre de ella para destruir los enredos y celadas del demonio y resistir a sus ataques, porque consideramos la cruz como un muro impenetrable; en ella ponemos toda nuestra gloria, y creemos que nos procura la salud: por esto el grande Doctor, San Pablo, escribe que sentiría gloriarse en otra cosa que no fuese la cruz de Jesucristo (San Cirilo de Alejandría, Sobre Isaías, 4, 6)
7. (Jesús…) Caminaba hacia el lugar donde iba a ser sacrificado llevando su Cruz. Gran espectáculo; pero si lo mira la impiedad, gran burla; si lo mira la piedad, gran misterio; si lo mira la impiedad, prueba de ignominia enorme; si lo mira la piedad, gran fundamento de nuestra fe; si lo mira la impiedad, se reirá viendo al Rey llevar un leño en lugar de un cetro; si lo mira la piedad, verá que el Rey lleva el madero donde ha de ser clavado, el mismo madero que después será colocado en la frente de los reyes. Despreciado ante los ojos de los impíos en lo mismo que se glorían después los corazones de los santos. Pablo habrá de decir:Lejos de mí gloriarme como no sea en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6, 14). Cargaba sobre sus hombros la misma Cruz y llevaba en alto el candelero de esa antorcha que ha de arder sin que se coloque debajo del celemín (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 117)
8. El madero en que están fijos los miembros del hombre que muere, es también la cátedra del maestro que enseña. (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 119).
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Fuente: “Orar con los primeros cristianos” Gabriel Larrauri Aguirre
Artículo originalmente publicado por Primeros Cristianos